Tomás LüdersOpinión: Sin Estado

Tomás Lüders11/01/2016
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Si algo debería decir la crónica, en medio de la confusión de datos y el cruce de versiones, es que la “causa primera” de la fuga de los sicarios de la efedrina es la falta de Estado. Las causas eficientes directas son derivaciones terribles, sanguinarias, pero acontecimientalesen buen criollo, son solamente anecdóticas.

Lo mismo para el grotesco que terminó siendo la persecución y bizarra captura por capítulos. 

Aclaro: a este país no le faltan dependencias y gruesísimas plantillas de empleados que recargan las cuentas públicas a más no poder. No se carece de oficinas, reglamentos y larguísimas filas de ciudadanos haciendo engorrosos trámites. Lo que hace del Estado argentino un no-Estado es que carece de la esencia del estado moderno, esto es, de una estructura burocrática, del gris imperio de normas impersonales basadas en un criterio de eficiencia que tiene como máxima el riguroso control de lo que ingresa y sale: recursos monetarios, servicios, obras y, sobre todo, aplicación de la ley bajo el supuesto de abogar por el abstracto bien común.

Vamos a dejarlo claro, el Estado moderno no es ningún sueño, es más vale una suerte de pesadilla, lo que ha inspirado más de una obra literaria y cinematográfica de ficción distópica (mi preferida, Brazil de Terry Gillian). “Jaula de Hierro” lo llamaba Max Weber, que fue quien mejor lo entendió y definió allá entre fines del XIX y comienzos del XX. Jaula que, sin embargo, era considerada por el pensador alemán como un mal necesario. Lo contrario: corporaciones personalistas y patrimonialistas pujando por apoderarse de los bienes colectivos. Algo ya visto durante las épocas precedentes a las revoluciones modernas.

Es por supuesto, una ficción, pero una ficción eficaz: las clases dominantes del mundo capitalista occidental se siguen llevando la mayor y la mejor parte de los bienes colectivos (es decir, no hay verdadera universalidad, como bien denunciaba Karl Marx), pero se frena el arbitrio absoluto de un poder oligárquico o, peor aún, guerras de facciones entre Señores enfrentados entre sí. Derechos sociales mediante (en parte conquistados desde abajo, en parte “cedidos” desde arriba por temor a la revuelta), el Estado moderno se ha vuelto la forma más equitativa de poder posible en el marco de sociedades que siguen siendo profundamente desiguales. Como se decía, ningún sueño, pero por ahora lo mejorcito posible. Claro que las burguesías manipulan las normas, tienen lobbies que financian la vulneración de la equidad social. Pero tienen antes que nada límites estatuidos que no pueden pasar por encima sin pagar algún costo social y político. Aunque vulnerables y acotados, son límites que el poder nunca había tenido antes. No es lo ideal entonces, pero es mucho mejor que cualquier Estado “realmente existente” del pasado pre-moderno.

Lo contrario, la ausencia del Estado, no llega a pesadilla porque no le da al ciudadano raso ni la posibilidad de dormir tranquilo.

La Argentina Moderna por caso, fue la construcción de una clase conservadora que, mal que bien, modernizó al país. La generación del 80, llena de miserias y masacres, evitó sin embargo lo que le sucedió a la mayoría de las naciones vecinas: el brusco reflujo post-independentista del atraso colonial hispánico. Atraso que trajo más injusticias y peores masacres que las que tuvimos por estos lares: eran la masacre de una pobreza material y cultural endémica (no estuvimos totalmente inmunizados, pero aquí sus efectos fueron más vale regionales, y no globales). Aunque sea poco romántico decirlo desde el progresismo, para los (bajos) estándares de la época, fuimos lo más igualitario y libre de América Latina. Ojo, no quiero persuadirlo a usted para que se deje llevar por las lecturas naïf de los “republicanos” anti-k de hoy: el régimen semi-republicano, la democracia de elites inicado por la generación del 37 y continuado por la del 80 se guardó para sí el grueso de la torta, como toda clase dominante en cualquier punto de la geografía y la historia mundial. Pero ese Estado nacido a fines del siglo XIX tuvo algo que casi todos sus pares de casi toda América Latina ni siquiera vieron de cerca: visión de progreso. Claro que fue su visión del progreso, pero fue también una visión que se planteaba universal, perpetua. Y esto fue lo que permitió la entrada del inmigrante y la formación (llena de contradicciones) de colonias agrícolas y ciudades pujantes del litoral y, hasta en algún punto, el comienzo de un tibio capitalismo industrial. Fue la base sobre la que se constituyó una clase media con estándares de vida semejantes a los del gran país del norte y, además, bastante más culta que el promedio de los farmers y demás wasp.

Por otra parte, fueron sus carencias, los límites y mezquindades de “su progreso universal” las que generaron el reflujo del pasado corporativista hispánico bajo la forma populista. Desde mi perspectiva, esto trajo, para bien, justos derechos que el Occidente moderno venía otorgando con mucho más gradualismo (gradualismo cicatero si se quiere, pero siempre asentado en su institucionalización de largo plazo, haciendo la elemental cuenta de egresos e ingresos). Aquí en cambio, fue bruscamente justiciero, hecho para apuntalar de emergencia el proyecto personalista de Uno solo, careciendo entonces de institucionalización y racional administración de los recursos (es decir, de burocratización). Por eso no tuvo proyección de largo plazo y generó resistencias que excedían largamente a las generadas entre las mezquinas elites agroexportadoras. En su mayor parte, la venganza “liberal” fue rencorosa y homicida.

La Argentina posterior terminó por no conocer otra cosa que el autoritarismo, de a ratos burocrático, como decía O’Donnell, pero mayormente incapaz siquiera de una institucionalización de cualquier tipo. Y al final, el golpe del 76, la debacle sanguinaria e inorgánica: sin la “democracia de élites” lo que quedaban eran solamente “élites”: es decir grupos de poder predatorios, no limitados por ninguna regla. Lo que desde hace ya más de 30 años nos toca vivir no es entonces una vuelta de página, apenas un epílogo precariamente democrático que no logra dar vuelta la página.

El vacío dejado por los militares trajo el alivio de recuperar derechos civiles, pero recuperados sin garantes, sin sostén formal, solo sostenidos por la presión de la opinión pública sin otro recurso que el pataleo. Los derechos sociales, terminaron volviendo por decreto y por ende inestables, dependientes de la voluntad del vasallo territorial y del gran Señor de Turno.

Ya sin el control militar, las “fuerzas de seguridad” se autonomizaron definitivamente. Del 83 en adelante y sobre todo luego del neoliberalismo a la justicialistalogró mezquinarle recursos fiscales, pero jamás logró imponerles el control impersonal de la ley. Provinciales o federales, las policías y demás tropas se transformaron en eso, corporaciones, gremios a la caza de recursos ilegales. Así, los supuestos represores del delito se transformaron en sus administradores. Claro, con sus cuadros jerárquicos relativamente bien organizados, con sus códigos y sus normas implícitas… como las de toda mafia que se precie.

El último justicialismo, el de la pasada década larga, con todo su personalismo, patrimonialismo y toda su discrecionalidad estuvo lejos de revertir la herencia del anterior justicialismo en el poder. “Lo controló” apenas porque muchos de sus funcionarios hablaban sus mismos códigos: el Aníbal Fernández Ministro del Interior fue sin dudas su apaciguador más representativo, pero no el único.

Eso fue lo que heredó, sin saber cómo controlarlo, el socialismo santafesino en 2007, y, varios años después, es lo que está heredado el experimento macrista.

El macrismo está demostrando poco o nulo interés por la modernidad republicana declamada por sus aliados. No sabemos aún si tiene la vocación autoritaria del kirchnerismo. Uno tiende a pensar que quienes intentan gobernarnos hoy no parecen no tener demasiado en sus cabezas. La pobrísima formación teórica de sus cuadros políticos los lleva a tener una visión de la modernidad profundamente anti-intelectual. Creen que pensar en otra cosa que no sea el “natural” flujo de la economía es perder el tiempo, es lo contrario de hacer y, como nos repiten todo el tiempo, no hacer no es pro. ¿Y si probamos con hacer pensando?

Mal que le pese, heredan un Estado que no es Estado, y que incluye en su interior a esas corporaciones policiales cuyos códigos parecen incapaces de manejar, tal como les viene sucediendo a nuestros socialistas. Uno no puede decir que esto sea en sí un defecto (manejar sus códigos implica ser un Aníbal o alguna especie igualmente deleznable). Pero para ser lo contrario, los funcionarios PRO deberían tener el saber de y la decisión para aplicar el peso de la ley.

Me temo que estoy entre los pesimistas. 

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