Tomás LüdersLa radical coherencia de Trump y Milei

Tomás Lüders25/02/2024
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A la coherencia de la Internacional Reaccionaria reunida por estos días en Estados Unidos no hay que buscarla en los contenidos. Tampoco en la estridencia de los peinados, aunque la ya vieja “des-estandarización de los estilos” frente al boom de la representación corporal que implican las redes puede debe servirnos para ir más allá de la mofa ante el ridículo.

La coherencia, está en las formas. Aunque pocos de los analistas que lo citan hayan atravesado las enredadas páginas de La Razón Populista, no se equivocan quienes se remiten al concepto de populismo de Ernesto Laclau. Después de todo, fue el filósofo argentino quien dijo que lo que unifica a las identidades políticas son los afectos, no los conceptos. Sin embargo y llamativamente, el desaparecido apologeta del populismo de izquierda no llegó a clarificarnos cuál es la diferencia entre izquierda y derecha a la hora de trazar antagonismos. Algo de eso viene intentando su viuda, aunque sin mucho éxito.

Para Laclau tanto la izquierda como la derecha, cuando se radicalizan, son formas de gestionar frustraciones (“demandas insatisfechas”, en su terminología). Llama a esta radicalización “populista”, no porque se remita, por caso, al argentino Perón o al norteamericano Wallace, sino porque se trata de la forma básica bajo la que se constituye toda identidad verdaderamente política: un líder agrupa en “un pueblo” sobre reclamos frustrados de los más diversos (“los articula”) a partir de designar al antagonista responsable de dichas frustraciones… y como para Laclau la objetividad como algo previo al discurso político es imposible (en este caso como algo previo a lo que él llamaba “el acto de nominación del antagonista”), no hay que preocuparse en lo absoluto sobre qué rol puede tener efectivamente el enemigo en la generación de dichas frustraciones. Como supo decir en una obra anterior a La Razón…, de lo que se trata es de construir un mito eficaz.

Pero a Laclau no hay que seguirlo en sus delirios programáticos, algo que, como debería resultar evidente para todos sus apologetas, puede terminar siendo sumamente peligroso, pues aunque él haya apostado por la izquierda, sin objetividad y aconsejando guiarse solo por los “afectos”, los opresores del pueblo pueden terminar siendo desde el “uno por ciento de ultramillonarios”, pasando por “los planeros” hasta llegar incluso a alguna reedición del complot judío-bolchevique, y quién sabe que otro delirio “operativo” más. A Laclau hay que leerlo no como el ideólogo que fue, sino como al lúcido filósofo político que también fue.

Pero como decíamos, lo que no llegó a explicar el autor argentino es la diferencia entre populismos-radicalismos de izquierda y de derecha. Y hacia allí tenemos que ir si queremos interpretar la eficacia de liderazgos como los de Donald Trump y Javier Milei. ¿Entonces, cuál es la diferencia entre construir un antagonismo “por izquierda” –“la burguesía” del viejo socialismo o el “patriarcado” en la versión progre de la izquierda hoy vigente– y la forma en que lo hacen el ex presidente norteamericano, el presidente argentino, pero también la primera ministra Giorgia Meloni o los españoles de Vox? La respuesta es más simple de lo que pensamos: los radicalismos de derecha son siempre reaccionarios. No conservadores, aunque por cuestiones no de pudor, sino de coquetería se llamen así: son lisa y llanamente reaccionarios. No se trata de conservar nada del status quo vigente, sino de demolerlo para volver a un tiempo incoado pero nunca terminado en el que las cosas habrían sido justas con los justos. Los hoy definidos como “relegados” por el actual status quo, los inmigrantes, las minorías étnicas o sexuales, los artistas famosos con algún pasado traumático, los universitarios que piden manuales escolares con perspectiva de género, todos ellos, junto con “los políticos” que les han dado cabida son los “falsos justos” de hoy día. Son “las élites” (Trump dixit) o “la casta” (Milei dixit).

Si vamos a la pseudo-religiosidad que suele atravesar a todo movimiento político, el populista de derecha cree que es la víctima de una inversión perversa de las Bienaventuranzas. No es “feliz” porque desde la Montaña la felicidad le ha sido otorgada a los impostores. El líder de derecha viene entonces a recompensar a los que se mantuvieron como “buenos hijos”, los que siguieron esforzándose y manteniendo las viejas buenas costumbres erosionadas por tanto pregonar el poliamor o la autopercepción de género y, a pesar de ello o precisamente por eso, fueron vituperados mientras se recompensaba a los trasgresores.

No hay entonces que romperse la cabeza para ver cómo se puede conciliar el nacional-proteccionismo de Trump con el ultra-liberalismo de Milei. El parecido está en otro lugar, en su capacidad de convocar a los resentimientos. Y si algo debemos descartar es cualquier sospecha de que su semejanza es forzada: no se aplica la vieja máxima que hace de todo político un oportunista capaz de pactar con quien sea. Consiguientemente, tampoco hay que preocuparse por la sinceridad de Trump al elogiar a Milei. Se asemejan sin más porque interpelan a sus seguidores desde el mismo lugar: “sean los justos Bienaventurados, hoy llega el día del reconocimiento tantas veces negado”.

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