CiudadJuan MiserereSocialesA 20 años de la okupación del CEJ: una utopía que se animó a ser realidad

Juan Miserere07/10/2019
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Hoy, un sábado cualquiera de la incipiente primavera, la calle Sarmiento es uno de los lugares de encuentro predilectos de la ciudad. Familias enteras se reúnen en torno al mate aprovechando los juegos para niños, mientras adolescentes y no tanto disfrutan del skatepark. En esa llamativa convivencia de Juan Pablo II y el Che Guevara, la ciudad naturalizó el uso del espacio verde junto a las vías. Pero hace veinte años la realidad era muy diferente, y ese tramo de la calle Sarmiento era casi una zona de frontera entre uno y otro lado de la ciudad, de barreras que no solo son físicas sino sociales. Definitivamente, ese espacio empezó a cambiar el 9 de octubre de 1999, cuando un grupo de jóvenes, prácticamente adolescentes, se dio cuenta que esos galpones abandonados en medio de una forestación tupida podían resultar el sitio adecuado para el desarrollo de un movimiento social y cultural, con base en experiencias anteriores como el MIA (Movimiento Independiente Amanecer) de donde provenía la mayoría, pero también con espejo en los okupas importados de Europa que empezaban a proliferar en Buenos Aires y Rosario.

Lo que pasó ahí no fue un capricho adolescente de una primavera, sino que nació, se desarrolló y se multiplicó. Visto en perspectiva, fue una experiencia única: libre, democrática, de puertas abiertas y colectiva. Hace veinte años nacía el Centro de Expresión Joven, el CEJ.

Convocados por Venado24, muchos de los integrantes originales regresaron al galpón después de unos cuantos años. Cuando aquella etapa inicial se clausuró allá por 2005, en la mayoría de los casos la puerta se cerró en forma definitiva. Claro está que el CEJ siguió existiendo, por lo menos hasta que un incendio arrasó con el techo y casi todo lo que había adentro. Hoy el espacio luce en buenas condiciones, dándole vida al municipal CAUM.

Okupar

El MIA funcionaba en la Biblioteca Ameghino, fue un grupo que de alguna forma tomó la posta de aquellos creadores de la Facultad Libre. Sin embargo, pisando el fin de siglo e influenciados por las movidas squatters y okupas, pensaron en hacer una experiencia venadense de esas características. Y ahí apareció ese galpón de calle Sarmiento, casi en una frontera urbana, abandonado por las políticas privatistas de la década del ’90, pero absolutamente en pie por la calidad constructiva inglesa vinculada al ferrocarril.

Este era un lugar donde se reunían algunos linyeras para dormir y algunas prostitutas para ejercer su trabajo, que los tuvimos que correr. Igual ellos solos se buscaron un lugar más acorde a sus necesidades”, repasa Martín Donatti, el Polo.

Para okupar, había que hacer ruido. Por eso aquel día, elegido intencionalmente para recordar la muerte del Che Guevara, la juventud se reunió por primera vez en torno al galpón: “Vinieron muchos pibes, había un grupo de skaters que ya empezaba a juntarse en el playón, se hizo un recital de rock y vino a tocar Carmina Burana con un montón de bandas de la ciudad”, agrega Donatti.

Ahí nació el CEJ: “Esto que para alguno podía ser un delito, para nosotros era darle una utilización cultural a algo que no tenía ningún uso, que estaba abandonado. Incluso hicimos una bandera porque hacía muy pocos días se había dado el asesinato de Clemente Arona y hubo consignas en ese sentido”, completa Polo.

Esto fue una respuesta disruptiva en el ocaso del menemismo, ante un vaciamiento literal, tangible y simbólico, porque este lugar no era de nadie, ni del Estado ni de la gente, estaba abandonado”, agrega Verónica Brandoni, la Pulga.

Es más, Fernanda Toccalino recuerda que originalmente el playón estaba completamente techado, pero “en una de las campañas políticas lo desarmaron para regalar tirantes y chapas a cambio de votos”.

La murga, la búsqueda

En el primer verano, se armó un taller de murga coordinado por Dodi Alvarez y Cecilia Cherliac, de allí nacieron Los Chiflados de la Bota y eso generó una explosión en cuanto a la presencia de gente en el lugar. “Pasamos de ser ocho o diez a ser setenta, eso fue lo que movilizó a todo”, afirma Donatti.

Ahí empezaron a sumarse niños y adolescentes, muchos de los cuales entraron por la murga y ya no se fueron: “Al estar la puerta siempre abierta y haber todo el tiempo actividades, enseguida alguno pasaba a formar parte. Alguien que vino para participar de la murga, se enganchó y terminó participando de asambleas y poniendo el pecho por el lugar”, remarca Gustavo Alvarez.

Tambores, baile y conciencia social. Por ahí venía la cosa: “Enseguida se entendió que había que hacer cultura y servicio social, que otros grupos culturales no lo tenían. Acá durante tres o cuatro años se les dio la copa de leche a los chicos y se dictaron  talleres”, destaca Polo.

Me acuerdo un verano que algunos nos fuimos de vacaciones y cuando volvimos la Pulga tenía una murga de niños ensayando en la vereda, que fue el año en que actuamos en la Rural y no nos alcanzaba la calle del predio para hacer el desfile por la cantidad de niños que había”, destaca con una sonrisa Fernanda.

Ese proyecto se llamó Humanizarte y “estuvo firme mucho tiempo, venían pibes de todos lados, venían a tomar la leche y a hacer talleres, se formó la murguita de chicos Los Duendes de la Vía. Este espacio fue un germinador de cosas que hasta el día de hoy siguen floreciendo. Muchos de los chicos que hoy están en los semáforos haciendo malabares estaban en el Humanizarte”, añade Mariana Alurralde.

La dinámica

La idea de un grupo de jóvenes usurpando un galpón con la intención de generar arte con una mirada contracultural no tardó en hacer ruido. La anécdota cuenta que tuvieron un policía en la esquina durante un año entero viendo qué hacían, que hubo algunas razzias en los primeros días y siempre debía quedar gente dentro del galpón para evitar posibles desalojos.

El punto de quiebre fue una noche en que el entonces funcionario José Freyre fue a comer un asado, en ese momento golpeó la puerta un policía que entró abruptamente, se sorprendió, cerró la puerta y nunca más aparecieron. Era una ciudad donde estaba muy fresco lo ocurrido con Clemente Arona, que siempre fue bandera en el CEJ.

Cuando arrancamos con el lugar, en Venado ni siquiera había un director de Cultura, había un vacío del Estado”, grafica Martín Arias, el Pierre. Entonces, apenas se produjo el okupa “nos llamaron de la Municipalidad, tuvimos una reunión y nos hicieron tres preguntas. Una era por qué usurpamos y no pedimos el lugar, y respondimos que si lo pedíamos nunca nos lo hubiesen dado. Dentro de nuestra juventud tuvimos la claridad de ver eso y fue un mensaje contundente para ellos”, repasa Donatti.

Otra singularidad del CEJ era la horizontalidad de un grupo de casi adolescentes ejerciendo su propia visión política y cultural de las cosas. Había asambleas, nunca hubo una comisión ni existieron las jerarquías formales. “En algunos momentos de la murga, en las asambleas participaban entre 20 y 40 personas que opinaban para tomar decisiones muy simples como el color para pintar el frente (risas). Fue un aprendizaje sublime, porque eso también complejizaba todo”, recuerdan.

Entonces hubo que establecer algunos códigos de subsistencia: “Entraba alguien nuevo que nadie conocía y enseguida ya opinaba en la asamblea, y a veces se tornaba peligroso porque compartía todo y si en algún momento en las noches de rocanrol la cosa se complicaba, empezaba la pregunta ‘y a este quién lo trajo’ (risas). Para que se haga cargo y no lo traiga más”, contó Polo.

La movida

Más allá de alguna mirada escrutadora, aquellos pibes y pibas del CEJ se sintieron aceptados rápido por gran parte de la sociedad venadense: “La gente empezó a ver que no éramos un grupo de vagos que estaba porque sí, sino que se empezó a ver el trabajo que se hacía con los chicos, la disposición de la murga a participar en toda clase de eventos infantiles. En un año la murga tocaba 200 veces, y todo autogestionado para hacernos los trajes y los instrumentos. La mayoría vino por la murga y eso te fue llevando a todo”, aporta su mirada Fabricia Fuentes, Fabra.

Lo que pasaba en el CEJ incluso despertó interés en el sociólogo Daniel Scarfó (docente en la UBA, Flacso y en Canadá), quien vino un viernes a dar una charla y se terminó quedando todo el fin de semana, plasmándolo en una nota: “Participó de todas las actividades que hacíamos, era el Día del Niño y habíamos ido con la murga a un merendero y a una plaza, volvimos, organizamos un recital y al otro día había teatro, y el viernes había estado la charla filosófica. En tres días el espacio fue mutando según las necesidades, porque todo eso pasaba por acá. Era algo cotidiano”, asegura Toccalino.

Entre interminables jornadas de mate y porrón, en el CEJ se cocinaba algo importante: “Este lugar también cambió la dinámica de las noches, porque podías salir en bicicleta y te venías a ver un recital. Empezó a haber una propuesta contracultural muy fuerte para la gente joven”, destaca la Pulga. Y en ese marco convivía una fauna inverosímil: “Estaban los barrabravas de Rivadavia con el Peki y Pablo Cándido tocando Beethoven, porque eso pasó. El Peki en la barra pedía silencio porque había alguien actuando y tocando música clásica. Si lo querés hacer, no te sale”, rememora Donatti entre las carcajadas.

Y agrega Pierre: “Jamás hubo una persona responsable de la seguridad en todas las movidas que se hicieron, era la misma gente la que cuidaba el evento. Acá la gente se apropiaba del lugar, se sabía que pendía de un hilo porque estaba okupado y se corría el riesgo de perderlo. Cuando algunos se estaban por agarrar a trompadas, el que estaba de espectador les pedía que vayan a otro lado a pelear, que adentro no pasaran esas cosas. Jamás hubo piñas adentro del CEJ”. Y eso que hubo muchas noches de rocanrol, en el sentido más amplio de la palabra.

Multiplicar

Cuando hacen cuentas, esos cinco años en el okupa no solo generaron parejas, sino que hay alrededor de una docena de niños y ya no tanto, que son fruto de aquella iniciática experiencia de vida. “Yo empecé a venir a los 13 o 14 años, y toda la conciencia política que están describiendo yo no la tenía, sino que tenía una gran afinidad, sentía una gran movilización y una pertenencia gigante, pero toda la conciencia política se fue gestando acá. Muchos seguimos en contacto, generando actividades. Seguimos en la línea de la bicicleta”, dice Mariana, que era la más chica.

Como contrapartida, las más grandes eran Fernanda Toccalino y Mara Abaca, que tenían 25 y 29 y se mezclaban con chicos que tenían menos de 15 y se trataban como pares. “A esa edad yo encontré mi lugar y me sentía de igual a igual con Mariana que tenía 14. Y veinte años después nos seguimos viendo y compartiendo”, destaca Mara.

La experiencia fue movilizadora para todos: “Yo era un pibe de 18 años que estaba laburando todo el día vestido de trajecito y acá encontraba libertad. Una vez vinieron unos squatters de Rosario y vine a abrirles la puerta en mocasines y pantalón blanco, y me preguntaron si los okupas de acá se vestían así… y yo tenía que explicarles que venía de laburar. Después al estar tantas horas acá, terminé dejando el laburo. Uno se encontraba con uno mismo, y eso me llevó a hacer murga y teatro, cosas que jamás me hubiese imaginado”, relata Pierre.

La multiplicación no solo fue de niños, sino también de proyectos porque de allí nacieron La Sasasa, la huerta comunitaria La Higuera, el Boga Boga, El Berretín, el Espacio Ubú, grupos de teatro, la actividad circense, incluso “que muchas compañeras fueran a estudiar Trabajo Social o Psicología porque el lugar le cambió el punto de vista a mucha gente”, asegura Pierre.

Fin de ciclo

Allá por 2005 casi todo el grupo originario del CEJ decidió que había una etapa cumplida y se fue. Hubo algunas diferencias personales con los que siguieron adelante que hoy los protagonistas no niegan, pero tampoco tiene sentido entrar en detalles. También sucedió que todos eran más grandes y empezaban a aparecer diferentes obligaciones, como la necesidad de sostener un hogar y una familia. Incluso búsquedas personales de estudio y formación por fuera de esas cuatro paredes.

Cuando se hizo el traspaso generacional donde muchos decidimos irnos, la gente que quedó no tuvo la capacidad del primer grupo que era el semillero, con esa energía fuerte”, asegura Pierre. El lugar pasó a tener otras perspectivas en otro contexto histórico (ya no era el tiempo de los cinco presidentes en una semana), pero “cuando se institucionalizó, el lugar murió, hasta lo prendieron fuego”, lamenta Arias en referencia a aquella fatídica madrugada de agosto del 2009 que dejó inutilizable al galpón durante muchos años.

La institución no son las paredes, sino las personas. Yo transité todos los días durante cinco años este lugar por las personas que había en ese momento y lo que creía que podía hacer con esas personas. Después se libera el lugar”, reflexiona Donatti. Y la Pulga agrega: “Hubo un choque y contradicción con lo que nosotros generamos y lo que sucedió después, no está en discusión si está bien o mal, sino que era diferente”.

“Nuestro Mayo Francés”

A veinte años de aquel inicio, se redimensiona la mirada sobre lo que significó el CEJ para una generación de esta ciudad: “Fue una experiencia extraordinaria y de vanguardia, porque mucho de lo que proyectamos en aquel tiempo son los temas que hoy están en debate. Hace 18 años pensamos que además de generar cultura teníamos que trabajar la tierra, o el rol protagónico que teníamos las mujeres. El okupa reviste de anarquía, de esa que tiene la intencionalidad de generar un mundo mejor desde la generación de cosas y movimientos. No fue un okupa para bardear, sino para romper con las estructuras establecidas para darle entidad a lo que se venía gestando”, analiza Brandoni.

No tuvo antecedentes ni réplica posterior”, sostiene Alurralde, y la Pulga refuerza: “Había un análisis crítico de la sociedad, queríamos que todo sea de otra manera y el canal fue la cuestión artística”. Poéticamente, el Polo cierra la idea: “Fue nuestro Mayo Francés que duró cinco años”.

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