Lo que pasa en Cosquín, sólo pasa en Cosquín. El encuentro de la música folklórica que cada verano congrega a miles de personas de todas las provincias está lleno de características particulares. Entre sierras, río y arroyos, este rincón de Córdoba se transforma durante nueve noches, generando un fenómeno único en nuestro país.
Mientras todas las ciudades parecen estar preocupados por extremar controles y limitar la diversión, en Cosquín vale todo: se vende alcohol en cualquier lugar a cualquier hora; las peñas terminan cuando se va el último, sean las 5, las 6 o cuando sea. Y lo más interesante: no hay conflictos ni peleas, todo es música y sana convivencia.
Y eso que el público es heterogéneo, tanto en la plaza como en las peñas. Están los tradicionalistas que necesitan escuchar las mismas zambas y chacareras de siempre, y si es posible que sean tocadas por un grupo donde haya botas y ponchos, al mejor estilo chalchalero. Pero también hay muchísima juventud: pibas de pañuelos verdes, hippones, familias con niños pequeños y pelos largos, muchísimos más que en cualquier festival rockero, género hoy más adepto a las poses de moda.
Cosquín es único por eso. Un fabuloso encuentro próximo a cumplir 60 años, con música en la calle, en las plazas, en los balnearios, en los campings. Algunos organizados, otros espontáneos. Y salvo las megaestrellas (Abel Pintos, Luciano Pereyra, el Chaqueño), uno puede encontrarse con figuras disfrutando una peña o subiendo a cantar como invitado de otro artista sin que nadie se sorprenda. Suben al escenario, hacen lo suyo, bajan y ya están mezclados con el resto del público.
Cosquín iguala, empareja, lo importante es la música. Un encuentro que todos critican y saben cómo mejorarlo, pero que se encargan de defenderlo.
Bien popular
Un fin de semana es una muestra demasiado breve de lo que representa Cosquín, pero se puede arribar a algunas conclusiones. La primera es que se trata de un evento eminentemente popular: no hay lujos ni ostentaciones. La gente camina por el centro que se hace peatonal y toma el formato de feria, en una ciudad que parece dormir de día y empezar a desperezarse a la tardecita, para estar definitivamente activa durante la noche.
La crisis se siente: hay muchas personas pero poco consumo. Eso dicen los lugareños. Salvo el sábado que rebalsaban la calle, las peñas, la plaza y los restaurantes, en los demás días se podía conseguir lugar para comer sin demasiado esfuerzo.
Raly Barrionuevo en la Próspero Molina.
La situación económica también repercutió en la plaza central, tanto es así que por primera vez en la historia, las últimas cuatro lunas tuvieron la promoción de dos por uno en entradas. Y en algún caso con una caída del 50 por ciento del precio original. Por caso, el último viernes -donde los números centrales fueron Raly Barrionuevo y Pedro Aznar- ver el show en una privilegiada fila 5 pasó de costar 1.500 pesos a poco más de 400. Y aún así, la Próspero Molina no estaba llena.
Espíritu peñero
Para el que nunca fue, cuesta imaginar esa plaza en pleno centro del pueblo convertida en un gran anfiteatro. Escenario imponente, pantallas gigantes y toda la parafernalia necesaria para un festival de esta magnitud, al que todavía le cuesta encontrar un nivel parejo en las propuestas. Conviven artistas fantásticos con algunas puestas demasiado amateurs, como ciertas presentaciones de delegaciones provinciales. Claro está, no fue el caso de Santa Fe, que este año impulsó la vuelta de la Trova Rosarina.
Pero dicen que el verdadero Cosquín está en las peñas. Entonces hacia allí hay que ir. Los más veteranos ganan la escena con las propuestas más tradicionales, pero ya pasadas las 4 de la mañana llega el cierre con Bruno Arias, el jujeño que capta un público más joven. Entonces cambia la escenografía: ya no son parejas ordenadas para el baile, sino que el público se planta de frente al escenario y los cuerpos se mueven en libertad al ritmo de carnavalitos y huaynos. Sí, más cercano a un recital de rock.
Bruno Arias en la peña oficial.
El Patio de la Piri es un espacio de resistencia, que el año pasado fue clausurado. Allí se generan charlas y talleres durante la tarde y luego irrumpe la música hasta la madrugada. La Salamanca es otra peña tradicional, a escasos metros de la Próspero Molina, donde desfilan artistas importantes. Lo mismo pasa en la Peña del Violinero.
Después está el under de las peñas, donde la estética no tiene el mismo cuidado y los artistas que actúan cuentan con menos chapa. Pero siempre hay público para todo.
Meta sangría
Cosquín es tan amplio y diverso que el trago del verano fue la Sangría Frozen. Una reivindicación de aquel viejo vino azucarado pero congelado, hecho escarcha. Se trata de un trago semisólido, a mitad de camino entre la bebida y el helado que se sirve en unos vasos de casi un litro y se puede combinar con ron, vodka o granadina, todo de terceras marcas. Pero el resultado final termina siendo un trago sumamente refrescante y agradable, por 100 o 120 pesos, según el puesto de venta. Se podía tomar dentro de la plaza o afuera, y este cronista lo probó un viernes y reincidió el sábado. Meta sangría nomás.
Contrastes
Final de las minivacaciones. En la vuelta, se hace inevitable una pasada por Villa Carlos Paz. Y cuesta entender cómo en sólo 20 kilómetros de distancia uno puede encontrar tantas diferencias. Carlos Paz es más artificial, comercial y con todas las obras de teatro que uno evitaría ver. Por eso, por contraste, uno termina convencido de que valió la pena conocer Cosquín, su fiesta, su esencia. Y que habrá que volver otro año.
El centro coscoíno, con apariencia de feria.