“Hay periodistas que se están dedicando a buscar cosas sucias de la sociedad, a estos los denominaré muckrakers porque están buscando en la basura”, destacó el entonces presidente norteamericano Theodore Roosevelt en su discurso del 14 de abril de 1906. En ese momento, el mandatario estaba visiblemente molesto, luego de una serie de publicaciones bajo el título “La traición del senado”, que el periodista David Graham Phillips había difundido en una afamada revista de la época. El reconocido cronista denunciaba hechos de corrupción y abusos cometidos por integrantes de la Cámara Alta norteamericana.
Roosevelt comparó a los reporteros con el personaje de una novela que se dedicaba a “rastrillar el estiércol” y que se niega a ver el progreso y las cosas buenas de la vida y, en cambio, se centra en las vilezas y asuntos degradantes. Lejos de sentirse ofendidos, muchos de esos periodistas señalados se enorgullecieron del calificativo y se dedicó a ahondar con mayor ímpetu en las corruptelas de la clase gobernante, en la averiguación de las finanzas públicas y en la denuncia de la explotación laboral de las grandes empresas.
“Me alegro de que me consideren un muckraker. Aunque lo único que hago es resistirme a vivir sin pronunciar una palabra de crítica en un mundo lleno de horror y sufrimiento innecesario”, le respondió un reconocido periodista de aquella época en una nota difundida en el New York Times.
Ese fue el comienzo de un cambio de época en el periodismo internacional, ya dejaban de ser solo difusores de determinados grupos o sectores y comenzaba a engendrarse una nueva forma de llevar a cabo “el mejor oficio del mundo”, como lo definiría años más tarde Gabriel García Márquez. Era el periodismo que se ocupaba de aquello que “el poder intenta ocultar”. Para muchos, fue el nacimiento del periodismo de investigación, aunque esa categoría es una tautología, porque todo periodismo genuino debería basarse en una investigación rigurosa.
Sea como fuere, aquel agravio presidencial terminó fortaleciendo una profesión que daba sus primeros grandes pasos hacia convertirse en un actor principal del régimen democrático.
Analogías
Como hizo Theodore Roosevelt en 1906, tildándolos de “muckrakers” —escarbadores de basura— hoy Javier Milei embiste contra quienes ejercen el periodismo crítico acusándolos de ser “la basura más inmunda”. Pero lo que para Roosevelt fue una lamentable adjetivación que terminó fortaleciendo el periodismo de investigación, hoy en Argentina se transforma en una campaña sistemática de estigmatización, amenazas y violencia institucional.
Además, el mandatario argentino no se quedó en esa sola caracterización, también nos llamó “ensobrados”, “mandriles”, “seres despreciables”, “llorones”, “basuras mentirosas”, que “inyectan veneno”, que son “mentirosos patológicos”, “depravados”, etc.
Las recientes acciones y declaraciones del entorno presidencial, y del propio Milei, pintan un panorama alarmante para el ejercicio libre del periodismo. El caso del asesor presidencial sin cargo formal, Santiago Caputo, quien intimidó a un fotógrafo en un evento público, no fue un hecho aislado: se inscribe en una estrategia sistemática de hostigamiento destinada a generar miedo y deslegitimar la tarea de quienes no se alinean con el discurso oficial.
Encima, el rechazo ante una simple fotografía de una figura pública remite inevitablemente a otro personaje siniestro de la historia argentina: Alfredo Yabrán, el empresario emblemático de los años noventa que mandó a asesinar al fotógrafo José Luis Cabezas por el solo hecho de haberlo retratado.
Violencia desde el Estado
En este contexto, también vale recordar que el asesor estrella, que entre otras cosas controla la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y la Agencia de Recaudación (ARCA), reincide en estas prácticas autoritarias. En los primeros días de marzo de este año amenazó al diputado opositor, Facundo Manes, al término de la apertura de sesiones parlamentarias: “Me dijo, básicamente, que me va a tirar a todo el Estado encima”, contó luego el legislador.
En el plano estrictamente periodístico, hubo otros episodios recientes que reflejan este clima de persecución promovido desde la Casa Rosada. El periodista y conductor televisivo Roberto Navarro fue brutalmente golpeado por un desconocido, y el fotógrafo Pablo Grillo permanece internado desde el 12 de marzo tras recibir el impacto de un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza, disparado por un agente policial durante una protesta en defensa de los jubilados frente al Congreso.
Más lamentables aún fueron los argumentos posteriores a la reciente intimidación de Caputo emitidos por integrantes del gobierno para intentar justificar lo injustificable.
El vocero, Manuel Adorni, ensayó una explicación insólita: dijo que Caputo solo quería los datos del fotógrafo para “ver si había salido bien o no en la foto”. Por su parte, Milei, desde sus redes sociales, justificó a su colaborador mediante la republicación de mensajes de miembros de su entorno y de sus seguidores. “¿Cómo funciona la cosa? ¿Los periodistas te pueden meter una cámara en la cara y acosarte mientras estás tratando de conversar con otras personas, pero uno no puede, a su vez, sacarle una foto al periodista? Estos tipos verdaderamente se creen por encima de todos y de todo”, fue uno de esos mensajes, firmado por el ideólogo ultra Agustín Laje.
Posteriormente, insistió “aquellos periodistas que lloran un ataque contra la libertad de expresión son la basura más inmunda del periodismo que pretende mentir con total impunidad”. Como en múltiples mensajes durante los últimos días, invocó: “No odiamos lo suficiente a los periodistas”.
Un país sin periodistas
El actual gobierno no es el primero en soñar con “un país sin periodistas”, pero sí es el que más lejos ha llegado en ese empeño. El viernes pasado, el libertario Daniel Parisini, más conocido como “Gordo Dan”, le pidió a Javier Milei —mediante un posteo en X— que “meta preso a algún periodista por decreto, como hizo Alfonsín”. Así, tergiversó un hecho ocurrido en 1985, en los inicios de la democracia recuperada, cuando se vivía bajo la amenaza constante de un nuevo golpe militar. En ese contexto, y tras atentados con explosivos, fueron detenidas doce personas —entre ellas algunos periodistas, pero también militares retirados y analistas políticos— en una situación que no se compara con el clima actual.
Carlos Menem también intentó disciplinar al periodismo, aunque en una escala mucho menor. Y durante el prolongado ciclo kirchnerista, se buscó cooptar al sector, premiando a los afines y atacando a los críticos. Ejemplos claros de esa tensión fueron los escraches televisivos del programa 6, 7, 8 o los escupitajos a fotos de periodistas durante actos públicos.
Por eso, la tensión entre el poder político y el periodismo no es nueva. Sin embargo, la escalada actual en Argentina, marcada por la instigación al “odio” y la deslegitimación sistemática, representa un peligro para la salud de la democracia.
Como se gritó en las calles hace décadas, y como hoy vuelve a sonar con urgencia: “Sin periodismo no hay democracia”. A pesar que las redes sociales llegaron para erosionar significativamente el monopolio informativo de la prensa tradicional, el periodismo sigue siendo la herramienta fundamental para la construcción del sentido.
Ayer, 3 de mayo, se conmemoró el Día Mundial de la Libertad de Prensa, instaurado por Naciones Unidas en 1993. Más que una fecha simbólica, fue —y es— un llamado de alerta. Porque en la Argentina de 2025, el derecho a informar y a ser informado está en jaque. Y defenderlo ya no es solo una causa del periodismo: es una causa de todos.
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