“Nadie se salva solo”. El lema que atraviesa la adaptación audiovisual de El Eternauta hoy resuena con fuerza inesperada en una Argentina donde la ciudadanía parece retirarse, lentamente, de la vida democrática.
Mientras en ese universo distópico imaginado por la pluma de Héctor Germán Oesterheld, y adaptado por Bruno Stagnaro, la supervivencia dependía de la comunidad y la organización, lo que estamos viendo en la Argentina de hoy es el avance de una idea inquietante: la de que salvarse es un asunto individual, que la política es ajena y que votar ya no sirve demasiado. La baja participación en las elecciones provinciales de las últimas semanas encendió alarmas que la jornada de hoy en la Ciudad de Buenos Aires podría intensificar. Mientras tanto, habrá que esperar para vislumbrar si este fenómeno se confirma en las próximas contiendas electorales o si solo se trató de casos aislados.
Lo cierto es que el dato más elocuente fue el que marcó el inicio del calendario electoral: el 13 de abril, en nuestra Santa Fe, la elección de convencionales constituyentes y la PASO no logró convocar ni siquiera a la mitad del padrón. En Venado Tuerto votó apenas el 47,20 % del electorado y en el departamento General López, empujado por las internas en algunas comunas, la cifra trepó un poco, al 52,17 %. A nivel provincial, el número llegó al pobre 55,61 %. La excusa fue el supuesto desinterés por una elección “poco atractiva” y el poco empeño del Ejecutivo para difundirla. Sin embargo, lo ocurrido el último fin de semana en Chaco, Salta, Jujuy y San Luis confirmó que no se trató de un fenómeno aislado. En ninguna de esas provincias la participación superó el 60 %. La tendencia es clara: cada vez vota menos gente.
Este fenómeno ya no puede interpretarse como una excepción o una contingencia. Según un informe reciente del Centro de Investigación para la Calidad Democrática (CICaD), desde 1983 la participación electoral viene cayendo entre 5 y 10 puntos por década. La perspectiva es preocupante: en poco tiempo, podríamos considerar “normal” que solo seis de cada diez ciudadanos voten.
De todos modos, si bien estamos ante un fenómeno que se repite en otros lugares del mundo, nuestra preocupación principal es por lo que sucede acá, en nuestro pago chico.
¿Por qué pasa esto? Hay muchas respuestas, pero una de las más relevantes es que la ciudadanía percibe que el voto ya no tiene poder transformador. Aquella promesa fundacional de Raúl Alfonsín –“con la democracia se come, se cura y se educa”– lejos quedó de cumplirse.
Dicha falta de garantía es la que devino en un sentimiento de inutilidad del sufragio. “¿Para qué votar si nada va a cambiar?”, es una sentencia que se escucha cada vez más en cualquier espacio público.
En esa lógica, el modelo de país parece avanzar desde una democracia delegativa (Guillermo O’Donnell, dixit) hacia una democracia de baja intensidad, en la que el ejercicio formal del voto sobrevive a duras penas, pero el compromiso, la deliberación y la participación real se apagan.
Detrás de esa retracción ciudadana hay un contexto de crisis estructural que no puede obviarse: una pobreza que crece, una inequidad cada vez más marcada, una fragmentación política que desorienta y un sistema partidario que cruje. En Santa Fe, más allá de las diferencias entre las elecciones, el gobernador Maximiliano Pullaro perdió 500 mil votos respecto de 2023. Lo mismo ocurrió en otras provincias: partidos nacionales como la UCR, el peronismo o la derecha libertaria celebran supuestos triunfos que, en verdad, reflejan solo el voto de una minoría movilizada. ¿Qué están festejando las dirigencias políticas cuando casi la mitad de la ciudadanía no acude a las urnas?
La apatía es, también, un síntoma de desconexión cultural. Los argentinos sufrimos algo similar después de la crisis del 2001, donde proliferaron los votos anulados con boletas que eran un canto a la creatividad. Pero, a diferencia de entonces, hoy ya ni siquiera hay ironía: hay indiferencia. Y esa indiferencia es terreno fértil para quienes buscan vaciar la democracia desde adentro.
Dicho sea de paso: ¿no es alarmante que se naturalice tener un presidente que insulta a todo aquel que opine distinto? No solo lo hace con dirigentes políticos de la oposición, sino también con periodistas (ver nota anterior), músicos, artistas o cualquiera que logre manifestarse en un espacio público o mediático.
Este domingo, la Ciudad de Buenos Aires será el escenario de una elección local que, por diversos motivos, despertó una expectativa nacional. Será una prueba más para evaluar si esa chispa puede reencender algo del fuego cívico. Si no lo logra, la alarma será aún más preocupante.
Porque, en definitiva, lo que está en juego no es una banca más o menos en una legislatura, sino el tejido mismo de una democracia que necesita ciudadanos activos. El voto es apenas un índice más de la participación, pero cuando una porción importante de la población no acude a las urnas, el riesgo ya no es simbólico, es real.
Como en El Eternauta, la amenaza ya está aquí. Pero esta vez, no hay trajes improvisados ni refugios seguros. “Nadie se salva solo” no es solo un lema, es una advertencia política. La ciudadanía no se va a salvar evitando ir a votar. Si abandonamos el ejercicio de la democracia, otros la ocuparán. Y no necesariamente para cuidarla.
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