En los últimos días, Venado Tuerto fue escenario de dos operativos de demolición de búnkeres vinculados a la venta de drogas. Ambos casos, ampliamente difundidos en redes sociales por el gobierno local, contaron con la presencia del intendente Leonel Chiarella y otros funcionarios municipales y provinciales. Las imágenes de alto impacto mostraron topadoras arrasando con construcciones precarias bajo la mirada atenta de funcionarios y agentes policiales. La postal no es nueva, ni exclusiva de esta ciudad: forma parte de una estrategia estatal que busca exhibir fortaleza en nombre de la seguridad y el restablecimiento del orden.
Más allá de la puesta en escena, estas acciones se presentan como legítimas. Son respuestas concretas y necesarias a situaciones reales: viviendas usurpadas o construcciones precarias, convertidas en puntos de venta de estupefacientes, con denuncias reiteradas de vecinos y, en algunos casos, con riesgo estructural para terceros.
El caso del inmueble en Brown y Saavedra reúne todas esas condiciones: casa abandonada, reclamos barriales, peligrosidad edilicia y acuerdo legal con los propietarios. La intervención era necesaria. Solo basta recordar los escandalosos antecedentes del lugar, especialmente el incendio del 12 de octubre de 2023 que provocó la muerte de Eliseo Daniel Gsponer (34 años). La investigación determinó que la mujer que convivía con la víctima fue quien, tras una discusión, le arrojó un líquido inflamable y posteriormente provocó el foco ígneo.
De igual manera, la demolición previa de dos búnkeres en las inmediaciones de Pavón al 1800 también estuvo plenamente justificada. Ambos espacios eran utilizados por reconocidos narcos venadenses vinculados a una banda (posteriormente desarticulada) que operaba desde La Matanza.
Sin embargo, el debate no se agota en la demolición. La pregunta central es: ¿cuánto hay de política de seguridad sustentable en estos actos y cuánto de espectáculo? Porque cuando el énfasis se traslada al plano simbólico y las topadoras se convierten en puesta en escena, el riesgo es que el impacto se limite al mensaje (posteo en redes sociales), más que a una transformación real de los territorios.
El valor simbólico y sus límites
Derribar un búnker tiene un valor simbólico innegable. Representa la presencia del Estado en lugares donde antes reinaba la desidia o el control del narcomenudeo. También es un mensaje para los vecinos: “no están solos”, “recuperamos el barrio”. Pero ese símbolo puede vaciarse si no se traduce en políticas integrales: presencia policial sostenida, programas sociales, acceso a derechos, oferta educativa y cultural, fortalecimiento comunitario.
En su comunicado del 28 de mayo, el propio intendente, Leonel Chiarella, reconoció que estas medidas deben integrarse a una estrategia más amplia. Aunque, la narrativa difundida en redes sociales responde a una lógica diferente: inmediatez, dramatismo, impacto, viralidad.
Golpe de efecto
La espectacularización de estos procedimientos no es un fenómeno nuevo, pero se vuelve más visible en tiempos de crisis. En un contexto donde la inseguridad es una de las principales preocupaciones ciudadanas, todos los gobiernos encuentran en estos actos una herramienta de rendimiento comunicacional.
Ahora bien, ¿hasta qué punto este tipo de acciones provocan un cambio estructural en el problema? Está claro que no erradicarán el narcotráfico, pero generan una sensación de control y poder estatal que muchas veces es políticamente eficaz.
En Venado Tuerto, el uso de redes sociales como amplificador construye una narrativa de autoridad: funcionarios al frente, vecinos agradecidos, maquinaria en acción, declaraciones en el lugar. La demolición se convierte en un relato eficaz que combina información, emoción y símbolos de poder.
La deuda estructural
El delito organizado no desaparece con el derribo de un búnker. La experiencia en otras localidades muestra que las organizaciones narcos se adaptan, se trasladan, encuentran nuevas fisuras y otros espacios donde reinsertarse. Por eso, especialistas en el tema advierten que, sin políticas de largo plazo en urbanización, inclusión y justicia, la estrategia del derribo es apenas un gesto: válido, visible, pero insuficiente.
La puesta en escena puede incluso ser contraproducente. Al centrar la atención en el hecho puntual y en el golpe de efecto, se diluye la discusión de fondo: ¿qué condiciones hacen posible que un búnker opere impunemente durante años? ¿Qué rol juegan la exclusión, la precariedad urbana, la falta de oportunidades? ¿Qué responsabilidad tiene el Estado en la desprotección de los barrios?
Chiarella habló de “recuperar espacios perdidos“. Una aspiración legítima. Pero recuperar, significa mucho más que derrumbar. Es construir comunidad, tejido social, vida barrial digna. Algo de eso aceptó el propio mandatario cuando resaltó: “No vamos a permitir que estos lugares sigan funcionando. Tenemos las herramientas legales y el compromiso necesario para avanzar. No se trata solo de perseguir a los responsables, sino de intervenir sobre los entornos donde la violencia y el narcotráfico se instalan. Vamos a estar donde haya que estar”.
Esa es la tarea pendiente tras el derribo de las precarias construcciones, cuidadosamente difundido en redes sociales. La topadora puede ser un primer paso, pero está lejos de ser el único. Y quizás ni siquiera sea el más importante. El verdadero desafío para el Estado es construir respuestas duraderas y sostenibles frente a un fenómeno tan complejo como el narcotráfico. Respuestas que transformen, de raíz, las condiciones sociales que hacen posible la existencia de búnkeres de venta de drogas en los barrios de Venado Tuerto.