Mi primera vez como votante fue en el plebiscito nacional no vinculante llevado a cabo el domingo 25 de noviembre de 1984 con el fin de obtener el parecer de la ciudadanía respecto a aceptar o rechazar el Tratado de Paz y Amistad firmado con Chile para resolver el Conflicto del canal de Beagle, luego de la mediación de la Santa Sede. No tuve dudas, mi voto fue por el Sí.
Recuerdo todavía la esperanza por concurrir a votar, había pasado toda mi adolescencia atravesada por la Dictadura, con escasas o nulas posibilidades de participar del debate público. Ya en esos tiempos soñaba con intentar cambiar la realidad, transformarla. El voto en un sistema democrático sigue siendo la principal arma que tenemos para cambiar nuestro destino.
Por supuesto, mis ansias de intentar transformar la realidad no se saciaban con el simple hecho de concurrir a las urnas cada tanto. Aunque, en esa época posterior a una larga y prolongada oscuridad, el voto aparecía como “revolucionario”.
Quería más, y por eso deambulé por distintos espacios partidarios intentando encontrar el lugar donde volcar mis demandas. Antes, sobre el cierre de la dictadura, cursando el cuarto año de la secundaria, fundamos con un grupo de compañeros un centro de estudiantes.
Rápidamente percibí que los partidos políticos no culminaban cubriendo mis expectativas y definí insistir con el periodismo, como la herramienta “para intentar cambiar la realidad”.
Claro, que me ilusioné con aquel Raúl Alfonsín que vociferaba que “con la democracia se come, se cura y se educa”. Aunque no llegué a votarlo (no tenía edad para hacerlo), más lo apoyé cuando impulsó el emblemático Juicio a las Juntas. De todos modos, me desilusioné pronto con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final (aunque con el correr de los años fui más piadoso con dicha decisión). Pero, más me alejó de Alfonsín su inoperancia para corregir las variables económicas. Un gobierno acorralado por la hiperinflación fue el detonante final.
En cambio, nada me esperanzó el posterior gobierno de Carlos Menem- Eduardo Duhalde. Recuerdo discutir con compañeros de la Facultad (en esa época ya me había instalado en Rosario para estudiar Comunicación Social) que creían ver en el riojano de largas patillas un dirigente que iba a encaminar el país. Es que Menem era un líder carismático (Max Weber dixit) y convenció a la mayoría de la juventud con su promesa de salariazo y revolución productiva. No lo “seguí”, ni lo voté y, por lo tanto, “no me defraudó”.
Con los años aquellos compañeros que discutían conmigo aceptaron su equivocación. Solo recordar que apenas asumió hizo todo lo contrario a lo prometido (luego cínicamente dijo: “Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie“), se abrazó a los principios del Consenso de Washington e impuso una serie de reformas liberales con privatización de la mayoría de las empresas estatales. Con el flujo de fondos obtenidos de esta última operación respaldó la famosa Convertibilidad ideada por su ministro de Economía; Domingo Cavallo. Un peso valía un dólar (¿les suena?), la ilusión duró mientras la abultada reserva conseguida con las ventas de las joyas de la abuela se mantuvo. El aparato productivo se destruyó, no había forma de competir en el mundo con la paridad cambiaria y la liberación de cupos, aranceles y prohibiciones de importaciones. Fábricas cerradas, una desocupación que arrasó a la clase trabajadora, y una violencia que crecía. Eso sí, teníamos estabilidad y un minúsculo sector de la población disfrutaba de la época de “la pizza y el champagne”. A este combo, se agregó una creciente corrupción que corrosionó la base democrática.
Tras la reforma constitucional, posterior al Pacto de Olivos, que acortó el mandato presidencial a 4 años, el 14 de mayo de 1995 logró la reelección en la fórmula que completaba Carlos Ruckauf. El engaño de “la falsa estabilidad” le permitió repetir el mandato. A esta altura, a pesar de mi desesperanza, no demasiado convencido, voté a la novel alianza Frepaso, que presentó el binomio José Octavio Bordón-Carlos “Chacho” Álvarez.
Ya en 1999 con una economía paralizada y una corrupción cada vez más evidente, el candidato oficialista, Eduardo Duhalde no logró retener el poder y la Alianza UCR-Frepaso con la fórmula Fernando de la Rúa/”Chacho” Álvarez se culminó imponiendo.
En este caso mi pesimismo fue en aumento, no confiaba en la nueva Alianza. Casi no hace falta recordar como finalizó todo, el corsé de la Convertibilidad culminó de explotar, corralito de por medio, en la noche del 19 de diciembre de 2001 la gente salió a la calle enarbolando la consigna: “Que se vayan todos” y al débil De la Rúa no se le ocurrió mejor idea que dictar el estado de sitio. La represión fue feroz y provocó 39 muertes, cientos de heridos y 4000 detenidos en todo el país. Un día después, el presidente huía cobardemente en helicóptero de la Casa Rosada. Tras su salida, le sucedieron cuatro presidentes en once días: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde.
Este último, apoyado por el Congreso, culminó con la Convertibilidad tras una fuerte devaluación que impactó en los precios y en la inflación. A pesar que Duhalde prometió que “el que depositó dólares recibirá dólares y el que depositó pesos recibirá pesos”, todos recibieron el devaluado peso. Los argentinos de un plumazo éramos más pobres aún. De todos modos, la devaluación luego culminó posibilitando (a un costo altísimo) el resurgimiento de la actividad económica.
El fin del gobierno de Duhalde fue en junio del 2002, posterior a la represión a un grupo de piqueteros en Avellaneda (Buenos Aires) y la muerte de los activistas Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.
De este modo, el caudillo bonaerense adelantó el llamado a elección. Entre los candidatos reapareció Menem, y el ignoto gobernador de Santa Cruz (bendecido por el presidente en retirada) Néstor Kirchner. También estaban Rodríguez Saá, Elisa Carrió por el ARI, Ricardo López Murphy por Recrear para el Crecimiento y Leopoldo Moreau por la UCR. Lejos del que se vayan todos, la mayoría eran más de lo mismo. Otra vez, mi expectativa se derrumbó, era difícil encontrar en algunos de los pretendientes excusas para votarlo.
Terminó imponiéndose Kirchner, quien con un poco más del 22% logró llegar a la presidencia, previa declinación de Menem de participar en la segunda vuelta.
El santacruceño encontró el terreno fértil dejado por la brutal devaluación, sumado al auge de los commodities y el país comenzó a despegar. Durante su gobierno se logró pagar el total de la deuda externa al Fondo Monetario Internacional (FMI). Mientras, amagó con la transversalidad, pero prefirió adueñarse de la estructura del PJ. A pesar del reconocimiento de algunos evidentes logros, nunca el kirchnerismo me cautivó. La corrupción (otra vez la corrupción) y el exhibicionismo, símil al menemista, fueron temas que me alejaron de dicha corriente ideológica que logró fanatizar a varios de mi entorno. La lógica amigo-enemigo causó un daño que todavía no se culminó reparando.
Encima, finalizando su mandato, Néstor optó por perdurar en el poder (o asegurar dinastía) eligiendo como su sucesora a su esposa, Cristina. La jugada le salió redonda, la fórmula que completaba el radical Julio Cobos se impuso claramente en la elección del 28 de octubre del 2007. El boom de los commodities empezaba a ceder y la caja se resintió, en ese contexto al gobierno se le ocurrió pegarle el manotazo al campo (sector que beneficiado en los últimos años) con la famosa 125. La historia, más reciente, ya la conocemos, el campo se paró de mano, cortó rutas, se movilizó en todo el país y el kirchnerismo sufrió la primera y contundente derrota política en su ciclo, con el recordado “no positivo” de Cobos.
Sin embargo, la sorpresiva muerte de Néstor en el 2010 y la inexistencia de una oposición consistente, permitió que Cristina, esta vez acompañada por Amado Boudou, se impusiera en primera vuelta en las elecciones que se realizaron el 23 de octubre del 2011. En dicha contienda electoral, el exgobernador de Santa Fe, Hermes Binner junto a la periodista Norma Morandini, fue la segunda fórmula más votada con apenas un 17% de los sufragios.
El kirchnerismo continuaba su ciclo en el poder, aunque cada vez más mostraba sus fisuras. La falta de un proyecto real de desarrollo que debería haber impuesto en épocas de “vacas gordas” (habría que cambiar el dicho por “la época de soja gorda”) provocó que la Argentina siguiera dependiendo de una buena cosecha y de los precios internacionales que acompañen. Pero, como dijimos líneas atrás, “el boom de los commodities” ya había pasado y la macroeconomía se debilitó aún más.
Este contexto. sumado a las denuncias sobre la corrupción cada vez más evidente. permitió la emergencia de Cambiemos que con Mauricio Macri-Gabriela Michetti logró la victoria en la segunda vuelta, realizada el 22 de noviembre del 2015, sobre los oficialistas, Daniel Scioli y Carlos Zannini. Parecía el fin del ciclo kirchnerista, pero la inoperancia de un gobierno que pretendió volver al neoliberalismo más rancio y acudir al FMI como salida, finalizó con un fracaso contundente. A esta altura, mi pesimismo era cada vez más extremo, si el kirchnerismo nunca me convenció, menos aún lo hizo el macrismo.
Así arribamos a la última elección del 2019, donde las opciones otra vez eran volver al kirchnerismo representado por Alberto Fernández-Cristina o continuar con el fiasco de Macri. La ciudadanía eligió el primero, especulando con la posibilidad de que volvería a despegarse (ya lo había realizado anteriormente) de sus mentores políticos. El resultado está a la vista, un Alberto opacado y ausente dejará el poder en diciembre y legará a su sucesor una Argentina quebrada, al borde de la hiperinflación, con una pobreza que supera el 40%.
Y si, ninguno de los gobiernos surgidos desde mis comienzos como votantes me ilusionó, el sentimiento de ahora es peor. El escenario es cuanto menos patético, ninguno de los tres candidatos con posibilidades de mudarse a la Casa Rosada, Javier Milei (La Libertad Avanza), Patricia Bullrich (Juntos por el Cambio) y Sergio Massa (Unión por la Patria); despiertan la menor ilusión.
Bullrich representa volver al fracaso del macrismo y no demuestra en su titubeante discurso ninguna idea contundente que nos permita soñar con que logre cambiar la situación actual. Massa es el ministro de Economía del gobierno que llevó a la inflación a superar ampliamente el 100% anual y que no puede controlar la subida estrepitosa del dólar.
Mientras, Milei es el espanto en su mayor expresión. No solo por su dudosa salud mental puesta en evidencia, sino por sus propuestas que nos llevarían a volver a lo peor de la historia Argentina. El líder de cabellera incontrolable niega el terrorismo de Estado de los 70 (a pesar de que parecía un debate saldado posterior al Juicio a la Juntas), pretende volver a épocas menemista imponiendo una reversión berreta de la Convertibilidad con la dolarización, quiere barrer todo resto del Estado como también intentó el riojano, avisa que cortará relaciones comerciales con nuestros principales socios actuales, Brasil y China (también con el Vaticano), niega el cambio climático y toda protección ecológica, llama a sus contrincantes excremento, propone concluir con la salud y la educación pública, sostiene que hay que permitir la libre portación de armas, avisa que habilitará la libre venta de órganos, y una larga lista de etcétera.
Con este panorama mañana concurriré a votar con una sola certeza, no quiero que mi país sea gobernado por un desquiciado. Tampoco quiero volver repetir episodios de la historia Argentina que creí (inocentemente) que habíamos superado. Desesperanza o espanto, el dilema al que me enfrento en la elección más triste de mi vida.