En julio del 89 Carlos Saúl Menem asumió su gobierno de manera adelantada. Había prometido una revolución productiva y un salariazo en medio de la peor inflación de la Argentina, es decir, después de una campaña que prácticamente caricaturizaba al peronismo clásico.
Los estudios de opinión pública de entonces no tienen el rigor algorítmico de hoy, por lo que es imposible saber por qué un país que en el 83 había rechazado por primera vez al peronismo en elecciones libres, eligiendo a un líder que prometía fortalecer las instituciones republicanas y democráticas, decantaba ahora sus votos por un candidato que prácticamente se asumía como la reencarnación de Facundo Quiroga. Pero se puede especular sin demasiada audacia que la diferencia de diez puntos que obtuvo sobre su rival radical en el marco de una política argentina hegemonizada por el bipartidismo PJ-UCR obedecía mucho más al fracaso de la política económica alfosinista que a las diferencias programáticas ofrecidas entre ambos partidos.
Después de todo, era el candidato radical, el cordobés Eduardo Angeloz, quien en campaña coqueteaba con reformas económicas liberalizadoras, en lugar de anunciar la posibilidad de una mágica bonanza, como hacía el riojano, en medio de la hasta entonces peor crisis económica argentina. Todos sabemos que fue Menem quien terminó llevando al extremo las políticas tímidamente prometidas por el candidato radical.
A pesar del costo social enorme que generaron las privatizaciones y la apertura indiscriminada del mercado local, el ya “autocivilizado” caudillo riojano había logrado, tras algún tiempo, lo que parecía imposible: estabilizar la economía. Y fue eso lo que lo llevó a la primera reelección consecutiva de la historia. La historiografía nacional y popular aún no lo admite, pero gran parte de los votos obtenidos por Menem venía de los sectores más pobres del país. Había menos empleo, pero había cuotas y salarios relativamente altos.
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Javier Mieli se percibe así mismo como el líder que está llevando a cabo una extraña mezcla de reacción conservadora en lo moral y de ultraliberalización en lo económico. Dos cosas, que, más allá de la retórica cumple a medias. Tiene sus seguidores enfervorizados, cruzados como el virginal Agustín Laje o el fascistoide “Gordo Dan”, pero, nuevamente, se puede especular que el alto apoyo que mantiene el presidente bifronte (libertario y reaccionario a la vez) se debe a que ha logrado rápidamente controlar una inflación que se disparaba, llevando a casi cerrar la brecha entre el dólar oficial y el que se mueve en las casas de cambio.
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La serenidad económica menemista comenzó después del 95 a dar muestras de fragilidad, a medida que se acababan los dólares de las privatizaciones que habían permitido la convertibilidad anti-inflacionaria. La bomba estallaría, sin embargo, en el gobierno Fernando de la Rúa, quien desde el radicalismo había prometido la misma fórmula económica pero con menos corrupción.
Recientemente, un periodista amigo me recordaba que la estabilización actual también puede tener patas cortas. Hoy se sostiene básicamente por los montos que ingresaron al país a través de un nuevo blanqueo para dólares fugados. Es cierto, Milei cuenta con el ingreso de divisas de un campo que obtiene precios más altos para sus productos (¡Gracias China!, tu comunismo ha sido perdonado por las Fuerzas del Cielo) pero ni los números del agro son los de comienzo de este siglo ni el horizonte internacional que ofrece el mundo tras la nueva victoria de Donald Trump parecen asegurar que se solucione la consuetudinaria escasez de divisas que padece el país desde hace décadas. Más bien todo lo contrario: con el cierre de la economía estadounidense, se pronostica una corrida de las inversiones especulativas hacia un país cuya reserva federal se verá obligada a subir sus tasas de interés por la previsible inflación que generarán las medidas trumpistas antes que hacia “países de riesgo” como el nuestro.
Así las cosas, habrá que ver si esta nueva bonanza de alto costo social logra lo que la generada por el menemismo no logró: establecer un rumbo económico estable de largo plazo y no de algunos años.
La idiosincrática desconfianza de los capitales locales y la volatilidad de los internacionales ante una Argentina cíclica no parecen augurar la posibilidad de un milagro económico nacional. ¿Replicará entonces Milei en versión siglo XXI lo que su admirado Menem obtuvo a fines del pasado? Una breve hegemonía sostenida por el descredito del principal partido opositor y otro mágico ingreso de dólares parecen anunciar algo de eso.