Cuando concluía el primer peronismo, el fundador de la carrera de sociología en Argentina, el célebre italiano Gino Germani, sostenía que la diferencia entre éste y los fascismos europeos era la base social sobre la que se sustentaba cada movimiento autoritario.
En un gesto exagerado propio de la época (producido tras años de censura y control en las universidades nacionales) Germani no carecía de lucidez al asociar dos fenómenos que emergieron como reacción frente a los sistemas políticos liberales tradicionales, los fascismos por un lado y los populismos por el otro.
La “anomalía” del populismo peronista era que en lugar de sostenerse sobre las clases medias y medias bajas -tal como hacían sus “parientes ideológicos” europeos- aquí la sustentación del líder y su régimen venía de clase trabajadora, sobre todo de ese nuevo sujeto: el migrante que se había trasladado del interior al centro del país para devenir obrero.
El traductor de la que quizá todavía sea la obra más lúcida sobre el fascismo y sus mecanismos identificatorios (El miedo a la libertad escrito por Erich Fromm apenas exiliado del régimen nazi) acertaba en reconocer los elementos de proyección de las masas que apuntalaban al líder: la figura del padre protector.
Pero mientras que en Europa, este Germani lector de Fromm encontraba entre los “hijos-partidarios” la búsqueda en la pertenencia una Nación engrandecida el desplazamiento del temor a la pérdida de status social que sufrían las clases medias a manos del capital monopólico alemán e italiano, en nuestro país lo que se producía era -como diría explícitamente luego su discípulo Torcuato Di Tella- el encuentro con un “padre bueno” frente al “padre malo”. “Padre malo” que habrían representado los viejos hacendados y propietarios de ingenios azucareros para el migrante del Noroeste a las periferias de Buenos Aires y Rosario.
¿Otro Padre Bueno?
Extremando el uso de las claves psicoanalíticas que permiten explicar la creencia de un conjunto social en un líder (y por qué no hacerlo en épocas en las que los politólogos insisten en el incremento de la dimensión afectiva de la política sin encontrar en su arsenal teórico claves que permitan explicar la compleja estructura inconsciente que rige dichos afectos) podríamos retomar a Fromm y a Germani para explicar las bases de sustentación de los nuevos liderazgos populistas de derechas.
Nos encontramos ahora, a diferencia de antes, con el hecho de que la mayoría de los votantes de figuras como Jair Bolsonaro, Donald Trump, Georgia Meloni o Javier Milei comparten características similares: ser de “clase trabajadora” y sentir agredido su estatus. Claro, la experiencia de clase es ahora muy distinta que la de hace 70 o incluso 30 años. Para decirlo en marxista, la fragmentación del mundo laboral ha producido un agudo desacople entre el en-sí de las clases (ser asalariados) y su para-sí (sentirse emprendedores con derecho a pertenecer al centro social y no a las escalas más bajas).
En Argentina, como analiza el antropólogo Pablo Semán –que hoy se presenta en nuestra ciudad para hablar sobre el tema– la novedad es la partición de los sectores populares: “el que emprende” frente al “quedado” es la nueva grieta que explica el apoyo de un trabajador que siente que su derecho a progresar se ve menoscabado por un estado (para él ineficiente e injusto en los reconocimientos) que habría privilegiado a quienes sin esforzarse viven de la asistencia de ese mismo estado… y para los más resentidos de entre estos sectores, los que se sienten además relegados frente a la insistencia progresista con los derechos de las minorías sexuales y las mujeres y el paralelo descuido de su situación material y simbólica.
En síntesis, con lo que nos encontramos es con un sujeto social que ve cómo se erosiona su posición social y mientras percibe que los progresismos e izquierdas son impotentes para ofrecer soluciones a las dificultades diarias a la vez que se centran en derechos de nueva generación que no los interpelan.
Se han producido así nuevos enfrentamientos, más imaginarios que reales, en los que el feminismo y la lucha por los derechos de las minorías sexuales y mujeres, la asistencia social, los reconocimientos a las minorías étnicas aparecen como antagónicos con el derecho a progresar (¡o no caer!) de quienes trabajan.
Las izquierdas y los progresismos deberían tomar nota de lo escrito por Ernesto Laclau hace ya 20 años y tomar en cuenta la posibilidad de armar “equivalencias” entre ambos tipos de derechos y dejar de ofrecerle en bandeja a las derechas la que fue su tradicional base de votantes.