Tomás LüdersUna anécdota de vacunas

Tomás Lüders22/02/2021
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Estas cosas pasaron siempre“, escucho de rebote por ahí … y estoy seguro de que no soy solo yo quien piensa que no estamos ante el caso más grave de arbitrariedad y acomodo de la historia nacional. Para nada. El siglo XXI arrancó regado de casos ilustres bajo la letra K y los continuó bajo la letra M –que discutan los que se identifican con una u otra inicial cuáles fueron peores, cualquiera que esté fuera de esas etiquetas debería saber que hay más nombres que se repiten que discontinuidades–.

Así las cosas, la anécdota nada inocente contada de manera aparentemente inocente por Verbitsky nos golpea de una forma como no parecen habernos golpeado antes otras denuncias de corruptelas varias. Si la comparación la hacemos en términos de números, de vil metal, de guita, esto que los medios opositores ya bautizaron “Vacunatorio VIP”, debería pasar por insignificante (tomemos solo los multimillonarios casos de YPF-Eskenazi para el caso K y de Caputo-dólar para el caso M). Pero si uno se pone a mirar las caras de los amigos y la propia en el espejo, la cosa parece pegar de otra manera. Nos deprime antes que indignarnos. Si se me permite el juego de palabras: es como si esto que ahora que sabemos que pasaba y que ya esperábamos que pasara antes de saberlo fuera algo que esperábamos que no pasara. Lo teníamos negado.

Después de las desconfianzas iniciales ante la vacuna rusa y las subsecuentes respuestas militantes (Víctor Hugo tuvo su nuevo barrilete cósmico en ese primer avión de Aerolíneas a Moscú), la mayoría, lo asumiéramos o no, nos veíamos recuperando cierta esperanza. Ya no importaba si era la Sputnik o la inglesa. La queríamos para nuestros mayores primero y para nosotros después.

Como nos sucedió a casi todos al comienzo de la cuarentena, –caso aparte siguen siendo los opositores intensos– estábamos volviendo a dejar de lado casi sin saberlo nuestra tradicional desconfianza en las dirigencias. Al menos en esto de la salud. De a poco, con la vida en riesgo, de nuevo nos encontrábamos queriendo creer que Alguien sabía lo que hacía, que nos cuidaban de manera casi paternal… incluso ese ministro con sólida trayectoria como sanitarista pero que parecía chochear un poco, incluso este presidente que seguía siendo incómodamente gris para los propios, porque había sido un tránsfuga pero había sido perdonado y ungido por Cristina y que era un tránsfuga para esos opositores intensos y no tan intensos que ya lo habían aceptado entre el elenco de “peronistas racionales”.

El bajón no da para mucho análisis. Después de todo, lo transitamos en este momento de la historia que ya no tiene relatos a mano. Y uno dice relatos porque ya somos todos posmodernos, no hace falta conocer siquiera el término, nadie, sea más o sea menos leído, se anima a hablar de ideologías sin sonrojarse. Entonces, no tenemos esas narrativas que ya nos cuesta recordar como ideologías. La pandemia nos impactó en este momento de la historia y no en otro. En éste durante el que, como ha dicho hace ya tiempo Frederic Jameson, nos resulta más fácil imaginarnos el fin del mundo que alguna manera de cambiarlo.

Este Occidente con el que todavía nos identificamos está padeciendo hace rato la resaca del ya viejo “fin de la historia”. El fin de las utopías es más viejo de lo que creíamos y, sin embargo, es como si nos diéramos cuenta de golpe.

Por acá, la muerte de Carlos Menem trajo los recuerdos de esa fiesta de consumo montada sobre ajustes y entregas brutales que fueron los 90s. De esa demanda de orden a cualquier precio y que nos regaló también precios baratos para tanto electrodoméstico y demás chiches importados. Por acá llegaba ese fin de los relatos que había empezado por allá, pero ya vivíamos nuestro propio fin del fin: la erosión definitiva de la posibilidad de soñar con esa Argentina que pudo ser y no fue (la del 46-55 o la de 1880-1930, que cada uno elija su mito de referencia). “La Argentina inviable”, la Argentina en la que la grieta es más un zombie que ese encuentro de odios que nos permitía evadirnos del “todo se está yendo al tarro”. De alguna manera, la grieta que ya devino muerto viviente era nuestro propio Trump contra el Progresismo o Progresismo contra Trump, nuestra propio Vox contra el feminismo español y el feminismo contra Vox, nuestro propio Chalecos Amarillos contra el Establishment parisino. Pero recién ahora lo vemos, recién ahora vemos que tapábamos de odios imaginarios angustias bien reales: no importa cuán concretos fueran los hechos denunciados por uno y otro lado, el juego del odio era eso, un paraguas frente a la incertidumbre generalizada.

Entonces, con la vida en juego, con una falta de horizontes que tiene sus particularidades nacionales, pero en el marco de un mundo que ya no parece ofrecer demasiados refugios ni simbólicos ni materiales (¿a dónde huir?) un periodista que fue casi profeta en esos 90s de dorado McDonald’s y rojo ajuste y fuego cuenta como al pasar que llamó a “un amigo” para que le consiga la vacuna. En fin, un cuento de mierda.

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