Tomás LüdersOpinión: El fin de la suspensión de la incredulidad…. la emergencia de los rupturistas

Tomás Lüders20/03/2022
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El populismo, o para el caso, cualquier poder que se presuma basado en la necesiara ficción de la soberanía popular supone lo que Edmund Morgan (1988) llama una suspensión más o menos voluntaria de la incredulidad: “quienes nos gobiernan son nuestros verdaderos representantes, su voz es nuestra voz”, etc., etc.

Suspensión que se sostiene cuando se logra reproducir cierto bienestar económico o que, cuando arrecia la escasez, logra construir un responsable de “los males” sobre un agente más o menos real para sostener su base de sustentación lo más completa y cohesionada posible (cfr. Perón 1952, “la venganza de la oligarquía”, CFK 2013, “los tanques mediáticos” recargados después del susto de 2008 y la escasez e inflación imparable de 2013, el Mauricio Macri versión 2019 post primera vuelta que dejó de lado las buenas “vibras” y fue full attack sobre el enemigo hasta entonces mencionado de soslayo en sus anteriores discursos: “es populismo kirchnerista”).

Pero, para decirlo en criollo, cuando el liderazgo “representativo” no consigue ni lo primero ni lo segundo, a lo que se ve sometido es a la emergencia de voceros populistas radicales que dicen encarnar al “verdadero pueblo” (i.e. hoy, llamado “la gente” y que excluye a la pobreza movilizada o asistida que quedó fuera del contrato social fundamental de la modernidad tardía ofrecida por el mundo del trabajo formal). Las lecciones de la historia son infinitas… uno se puede ir hasta los Gracos de la República Romana tardía, pasando por los diggers ingleses del siglo XVII, los Naródniki rusos del siglo XIX, llegando incluso al nacionalsocialismo del 33 o la elección de Donald Trump de 2015, por terminar la lista en algunos puntos infames.

Y lo cierto es que, cuando el vacío de poder llega con toda su carga de angustia, bueno, digamos que la gente elige creerles…

Las consecuencias, a veces, logran ser contenidas a mayor o menor plazo cuando surgen desde dentro de sistemas democráticos con instituciones relativamente sólidas, por más imperfectas que sean. Es decir que las instituciones que regulan la sociedad “tal como debe ser” –conservando por ejemplo el subvalorado Estado de Derecho– persisten más allá de la incredulidad. Fue lo que pasó en Estados Unidos en el 2020 pandémico, aunque la narrativa aún está abierta.

Más difícil de contener resulta la cuestión cuando el sistema institucional no mantiene siquiera cierto grado cero de legitimidad: la división de poderes, una representación sometida a rendir cuentas aunque sea de manera simbólico-ejemplar y el funcionamiento relativamente eficiente de la burocracia estatal . También, y más importante para nuestro caso, más díficil de contener resulta cuando, más allá de crisis económicas coyunturales o relativamente prolongadas, no mantiene en el horizonte una promesa relativamente creíble de bienestar (un bienestar que si no es mejor que el del pasado, al menos que no condena a la mayoría al riesgo de la indigencia, cosa con la que parecíamos conformarnos últimamente).

La primera condición hace tiempo que significa poco en términos de creencia popular, claudicó en 1987, aunque dicha creencia no es condición necesaria para que genere efectos limitadores sobre cualquier radicalización capaz de vulnerar las instituciones básicas fundamentales dentro de democracias imperfectas pero maduras, reitero, con el Estado de Derecho a la cabeza (N. de A: al menos hasta ahora, pues la pandemia parece estar agudizando el retorno de la premodernidad incluso en el corazón mismo de Europa) . La segunda condición, sin embargo, fue lo que sostuvo cierta credulidad en la capacidad del Frente que ganó las elecciones presidenciales de 2019 para ofrecer alguna mejora de la calidad de vida tras la caída iniciada a partir de 2013 y potenciada a partir de 2015. El actual gobierno, con todos sus flancos débiles ya expuestos desde su conformación como improbable aglomerado electoral bifronte, triunfó, a pesar de todo, por el recuerdo todavía tibio de la breve bonanza de los años 2004 a 2010 y por el contraste que ofrecía respecto de la profunda incapacidad del presidente anterior para actuar si quiera como un “piloto de tormentas” más o menos hábil.

Hoy, el riesgo de una ruptura de las normas de libertad y convivencia básica no viene de afuera, a partir de un golpe pretoriano con cierto consenso civil, como fue tan frecuente en nuestro país hasta hace tiempos recientes. Las condiciones están dadas para que se produzca una implosión por el ingreso de los outsiders al propio parlamento. El relato de la historia se vuelve a abrir, y todo lo que ya no parecía tan sólido, puede terminar de derrumbarse, pues no queda tabique ni con legitimidad ni con eficacia alguna dentro del sistema gubernamental argentino.

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