Hay dos realidades innegables. La primera son los elevadísimos índices de corrupción de nuestra clase política. Sus maniobras van desde hacer caja vía contratos a medida para cobrar vueltos o directamente la factura entera, autorregularse salarios y adicionales, pasando por enriquecer a los leales de manera más “elegante”: reparto semi-legal de prebendas, subsidios, cargos, registros del automotor, llegando a directamente meter la mano sin ninguna clase de control en todo tipo de fondos públicos.
Todos, desde Néstor Kirchner a Mauricio Macri han demostrado casi el mismo modus operandi, siempre paralelo a la discrecionalidad con que manejan de manera semilegal pero ilegítima los recursos del estado para favorecer a gobernadores, intendentes y demás dirigentes del propio bando. Y ahí entra el segundo punto: con “la justicia” pasa lo mismo. Desde un tribunal de faltas municipal a la Corte Suprema nacional, pasando por el no menor rango de la justicia penal federal, “izquierda” y “derecha” argentina se han comportado y se comportan de la misma forma: colocar a los propios y pisotear a los ajenos.
En ese marco, no es raro que las causas penales –a menudo repletas de pruebas pero también enmarcadas por evidencias que no llegaron a tales por la lentitud del accionar judicial– se activen o desactiven de acuerdo al poder que tienen los imputados o eventuales imputados.

Por esta, y no otra razón, el concepto de lawfare y de preso político tiene sentido en Argentina: cualquier dirigente caerá preso por decisiones políticas, sean de los propios jueces manipulando de manera burda su mandato constitucional, sea por algún oscuro acuerdo o presión entre quienes tienen el poder ejecutivo bajo sus manos y los propios magistrados.
Ahora bien, ¿acaso esto hace de quien puede ser eventualmente condenado una persona inocente? De ninguna manera. No hubo detenido y condenado (por razones políticas) más conspicuo que el archicorrupto Carlos Saúl Menem.