Tomás LüdersOpinión: ¿Por qué el progresismo se está convirtiendo en una ideología de nicho?

Tomás Lüders17/02/2022
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El progresismo, si es que con ese solo nombre nos basta para encerrar tantas demandas disímiles, parece haber alcanzado en estos años una visibilización inédita.

Cierto es que gran parte de lo que se reclama ahora ha sido ya reclamado en el pasado. Sucede, en general, que se reflotan viejas demandas a las que se suman otras que parecen potenciar o llevar hasta el límite a las predecesoras; por ejemplo, vamos del reclamo por los derechos de los mujeres y gais al reclamo por la aceptación de (casi) toda identidad sexual como legítima.

Si se me permite una nota biográfica para facilitar la argumentación, y también un poco de juego contrafáctico, creo que, hace unos 20 años, estaba de acuerdo con la mayoría de ellas y hubiera apoyado la mayoría de las que aparecen como más novedosas. Vengo, después de todo, de una familia liberal y me formé en una universidad con cátedras más bien orientadas hacia la izquierda del dial ideológico.

Adherí de muy joven, más o menos explícitamente, a los entonces ya tradicionales cuestionamientos al capitalismo “rapaz” pasando por el reclamo contra el machismo institucionalizado y llegando a los reclamos de las minorías sexuales, entre otras cuestiones. Aún hoy, todos los contenidos, al menos así descriptos, con grandes pinceladas y sin entrar en la complejidad de cada asunto, se me siguen haciendo legítimos.

Me alejan, claro, algunas formas, entendiendo por forma la manera en que un contenido se carga de pasiones y se vuelve parte de la identidad del reclamante. Así, por ejemplo, considerándome bastante alejado de cualquier actitud machista deliberada –algo que, amplío, aprendí desde que tengo uso de razón en casa– me choca la demonización que hace cierto feminismo del hombre como “innatamente malo”, todo gritado, paradójicamente, desde la asunción de que no hay nada de natural en la sexualidad, sino que ésta es íntegramente una construcción sociocultural.

Ahora bien, saliendo de la nota personal desde la que trato de empatizar con algunos lectores, considero que el cuestionamiento a lo que, bastante anacrónicamente, pero no totalmente ni injustamente se llama “patriarcado” emerge con toda radicalidad en un época en el que la estructura de la familia tradicional se ha desmoronado a pedazos. Y no, al menos en su mayor parte, como resultado un movimiento de la historia hacia el progreso o como causa de voluntaristas manifestaciones en las calles y en las redes. Es justamente uno de los componentes sistémicos cuestionados por la vieja y, en menor medida, por las nuevas izquierdas, el que lo viene haciendo trizas: es, en una gran parte, resultado de las nuevas formas de producción y consumo capitalistas, que, entre otras cosas, además de todo el tiempo de vida posible lejos de la casa o pegado a la pc, exige a la vez dos ingresos por hogar para alcanzar una mínima subsistencia o, si se está entre los más “privilegiados”, alcanzar a pagar todas las cuotas que genera cierta pertenencia social. El lugar del varón proveedor no fue entonces triturado por el progresismo igualitariasta sino por un sistema de producción al que poco le importa lo que es cada quién y mucho lo que puede extraer de cada sujeto –no importa si ha nacido hombre, mujer, si se es gay o trans… lo que importa es que el sujeto produzca plusvalía, para decirlo usando la ya demodé pero aún lúcida, terminología marxista–.

Claro, esto no quita la subsistencia de reductos de machismo en muchas organizaciones ni los enormes vacíos legales que este país aún sostiene en desmedro de la mujer trabajadora (empezando por lo que sucede con las licencias por maternidad-paternidad). Pero la preocupación por una nueva legislación ni aparece en la agenda progresista o se erosiona rápido bajo consignas maximalistas sin otro efecto práctico que el de la provocación. Una “lógica de los principios” expresada a los gritos y con el torso desnudo que se viene llevando puesta cualquier acción política práctica y concreta. La cosa, además, puede haber generado una minoría muy consistente pero a la vez enajena, cuando no espanta, al eventual simpatizante moderado.

Uniendo cabos, si volvemos al tema del capitalismo, hoy se vuelven a reflotar viejos temas de la vieja izquierda nacional, que asumen que nuestra pobreza como país es producto de un “saqueo” deliberado de las grandes potencias, propiciado a su vez por ciertas oligarquías locales. Sin dejar de entender que esta narrativa simplificadora tiene algunos componentes de verdad, la calamitosa crisis argentina no pasa, al menos de manera inmediata, por “saqueo” alguno –amén claro, de cómo el macrismo “resolvió” rapazmente la crisis de escasez de divisas heredada del kirchnerismo– sino justamente por la pésima inserción del país a un sistema que, mal que nos pese, es el único en el mundo: o se prospera dentro de él, con todo lo negativo que esto conlleva (nadie es naïf sobre este punto) o uno se transforma en un paria internacional. Por eso Corea del Sur, por caso, pasó de ser una ex colonia y luego uno de los países más pobres de Asia a uno de los Tigres asiáticos –reitero, nadie es naïf, sé muy bien que Corea no es el paraíso–. Quienes controlan el poder geopolítico y económico no fueron más benevolentes con aquel país de lejano oriente sino que, desde de un modelo que, reitero no me gusta, pero no deja de aparecer como único horizonte posible desde al menos hace 30 años, decidieron invertir en él. Y repito, el capitalismo no me genera ninguna admiración, de hecho, y hoy hay que reiterarse para no ser acusado de “derechista”, nadie celebra bobamente un modo de generación de riquezas tan alienante como es el mercado pero, siendo la única alternativa económica concreta subsistente, las opciones de hierro son ser tratar de desarrollarse lo más equitativamente posible dentro del mismo o volverse un estado nación paria que mal vive de sus migajas.

Dicho esto, hoy las críticas a los fundamentos del capitalismo se hacen, justamente desde una Nación cuyos índices de desigualdad tienen más que ver con su exclusión del mercado de capitales que con el “azote del capital”. Vale reiterar una vez más –para diferenciarnos de los aplaudidores seriales del “primer mundo” o de vecinos considerados más exitosos– que no se considera en este texto a ninguna élite política y económica como benevolente, se trate de país que se trate. La lógica del mercado es amoral, actúa en función de reproducir ganancias como sea. Pero las hay más eficientes y más ineficientes, generadoras de riqueza (sí, también a la vez evasoras, concentradoras, etc., etc.) y las hay succionadoras de riqueza (y como es lógico, también a la vez evasoras, concentradoras, etc., etc.). Hay también, estados más astutos a la hora de coordinar lo que el estado no coordina y los hay más ausentes o torpemente “presentes”. Cae de maduro decirlo, pero en Argentina, desde hace tiempo, gobierne quien gobierne, priman estas últimas élites económicas y estos últimos tipos de estado.

Entonces, volviendo sobre las demandas de la “nueva nueva izquierda”, hay que plantearse por qué, a pesar de su legitimidad, aparecen como enunciados de nicho privilegiado (lo que muy ácida, pero acertadamente se ha llamado, Progresismo Palermitano). Así por ejemplo, la pregunta no es cuál es la razón por la que generan rechazo entre ciertos sectores ultraconservadores tradicionales, eso también cae de obvio sino el por qué no calan entre la mayoría de los sectores trabajadores y marginales. ¿Es solo por el tradicional conservadurismo de los llamados “sectores populares”? Aunque algo de esto subyace, lo cierto es que no debería extrañarnos que genere muecas de desaprobación y resentimiento de clase el pontificar sobre el “género no binario” y el uso del artículo “les” como genérico en lugar del “los” en el rostro de quien padece para llegar a fin de mes. El mismo rechazo que genera el hacer pedagogía  sobre la delincuencia como mero efecto de la desigualdad frente a esa misa persona, que es quien vive en ese mismo barrio azolado por robos, narcotráfico y homicidios, aunque simplista, a mí no me deja de parecer sensata o al menos atendible la respuesta que escucho de algunos de mis alumnos de clase trabajadora: “si me críe en el mismo barrio y en la misma pobreza, por qué entonces yo laburo como loco y mi vecino sale a robar e incluso me roba a mí”.

Y uno nota que esta reacción se vuelve más violenta cuanto más se pontifica desde lo que se percibe como un lugar de privilegio: de hecho, últimamente, los enunciados más brutales sobre qué hacer con los delincuentes, por caso, se vienen escuchado de la boca, no de los sectores más acomodados, sino de quienes más la pelean para llegar a fin de mes. ¿Está bien que digan las cosas así? ¿Están atravesados en gran parte por la demagogia punitivista de varios dirigentes justicieros de ocasión? Claro que no y claro que sí, pero, acusar de reaccionario a un albañil o a una empleada de limpieza a la que le acaban de robar por décima vez en la parada del colectivo por gritar brutalmente “mátenlos a todos” suena, en este marco, más simplificador e hipócrita que política y moralmente lúcido.

Cabe decir algo similar sobre las críticas a la dominación masculina. Aunque la violencia de género y los femicidios no son exclusivamente hechos que ocurren entre los sectores económica y culturalmente más empobrecidos, es entre estos sectores en donde la cuestión parece epidémica. ¿Tiene que ver esto con una mayor visibilización de prácticas largamente ocultadas? En parte, quizá, pero creo poder afirmar sin riesgo a equivocarme demasiado que tanto hecho espeluznante responde principalmente a los impactos sociales que genera un país que reproduce y amplifica crónicamente a la desigualdad sobre las formas de vida “populares” (por usar una adjetivo bastante gastado) que a un recrudecimiento en pleno siglo XXI del viejo patriarcado: el fin del tradicional rol del varón proveedor y jefe de familia ha llegado a su fin hace tiempo, y la veloz desaparición de esa era no produjo una transición armónica hacia formas más democráticas de familia en el marco de una economía también más democrática. Todo lo contrario, como bien explica desde hace tiempo la sociología, el término de una estructura, por injusta que sea, no genera automáticamente algo mejor, sino más bien lo contrario. Para decirlo en fácil, quien detenta el verdadero poder difícilmente tenga que recurrir a la violencia extrema. La dominación simbólica la atenúa.

Dicho esto, y sin pretender agotar la cuestión sino abrir líneas de debate, se me ocurre que ha llegado el tiempo de que quienes expresamos demandas “progresistas” dejemos de simplificar y empecemos a pensar. Menos pasión y más razón para la acción. Elaboremos una respuesta sensata y efectiva frente al punitivismo matoneril que agitan ciertos dirigentes. Pensemos en líneas de acción programática: con sus límites, en otras latitudes no tan lejanas cultural y geográficamente, se ha podido. Vale por caso preguntarse sino cómo, por caso, una ciudad tan pobre como Medellín, de un país tan desigual y pobre como Colombia, logró bajar las tasas de delito. No fue tan complicado, bastó decisión política y organización para abrir las mejores escuelas y bibliotecas en los barrios más vulnerables y violentos de esa ciudad andina y acompañó esas construcciones de políticas socioeducativas bien elaboradas.

Dejemos entonces de subirnos al púlpito de la superioridad moral para acusar de facho, pero también de machista y homofóbico sin más al que está más abajo en la escala socioeconómica y educativa, y pensemos que, más allá de su “tradicionalismo cultural” quizás, en momentos en los que volvemos a vivir otra acuciante crisis económica, no debería resultarnos llamativo que ciertas demandas en materia de derechos identatarios y sexuales se le hagan más extranjeros que nunca. Más cuando son dichas y escuchadas como reprimendas hechas por chicos y chicas de clase acomodada.

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