Los objetivos hacia los que orienta su política Javier Milei son innegables. Es más, a diferencia de otros dirigentes que creen que el “mercado” es el que debe resolverlo todo (como el conspicuo caso de Mauricio Macri) el autodenominado libertario no disimula nada y ha anunciado su fe en el mercadocentrismo con el mismo tesón que Martin Luther clavó sus 95 tesis en la Catedral de Wittenberg hace más de 500 años.
Desmantelar el Estado en nombre de Alberdi y, sobre todo la generación del 80, es paradójico. Porque fueron los hombres del 37 y luego los de 80 quienes construyeron el estado argentino y quienes, con sus contradicciones e inequidades, hicieron de la educación pública una piedra angular de éste.
Pero para Milei, lo ha dicho con todas las letras, público equivale a parasitismo. Desde su alucinada perspectiva, es el hombre solo y libre de cualquier institución de ese orden quien puede disponer felizmente de sus recursos para educarse, curarse y procurarse una vida digna. La sociedad de Milei es una sociedad abstracta de individuos abstractos. La sociedad de los liberales fundadores del Estado argentino era una sociedad que, reitero, con todas sus inequidades y defectos, era concebida con realismo: para que el individuo se desarrollara era necesario procurarle desde la cúspide cómo hacerlo: desde generarle acceso a una educación común para todos a propiciar inversiones que hagan sustentables las colonias sobre las que habrían de asentarse millones de inmigrantes (o las parcelas que habrían de arrendar a los grandes estancieros bonaerenses).
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Negando contextos e historia, Milei actúa convencido. La pregunta es ¿por qué ante su manifiesta intención de destruir servicios fundamentales que el Estado generó para garantizar derechos básicos la reacción social es parcelada, fragmentada y, cuando no, aquiescente?
En principio, porque a pesar de las décadas de bonanza kirchnerista el Estado argentino se expandió pero la calidad de sus prestaciones no. Lo que es más, no revirtió la crisis de la educación pública primaria y secundaria (de la que huye todo aquel que tiene un peso para abonar una cuota en una escuela de gestión privada) ni generalizó el acceso la educación universitaria. Es cierto, se fundaron nuevas universidades, sobre todo en el conourbano bonaerense. Es cierto, más pobres acceden a la universidad que antes. Pero las cifras de acceso palidecen respecto frente a quienes por distancia, necesidad de trabajar y falta de recursos en general no acceden a la misma (nuestra ciudad es un buen ejemplo de ello, con la excepción de las ingenierías y algunos profesorados, los alumnos recurren a instituciones privadas porque les resulta más barato abonar una cuota que trasladarse a Rosario, Río Cuarto o Buenos Aires, por caso).
Es cierto, la famosa auditoría que el gobierno libertario quiere imponer las universidades es el caballo de Troya para su desfinanciamiento…. Pero también es cierto que la administración de las universidades públicas dista de ser transparente. En ella impera la misma lógica que impera en otras instancias del estado: negociados, acomodos, ñoquis…. Mientras, en paralelo, los salarios docentes son paupérrimos y la infraestructura sigue dejando mucho de desear.
Pero hay que admitir de una buena vez que desde 2003 en adelante la mayoría del progresismo argentino se olvidó de lo que era la corrupción e ineficiencia estatal —a contrapelo de lo que sucedía en los 90s—. El Estado crecía y la enorme mayoría de los sectores “progres” miraban para otro lado o directamente compraban el argumento de que los enormes negociados y otras actitudes patrimonialistas del peronismo eran mentiras de Clarín (hay que admitir que el patrimonialismo de estado es una práctica no exclusiva del PJ, pero sí mayoritariamente ejercida por éste por el poder y alcance que acumuló el kirchnerismo en las primeras décadas del siglo).
Así las cosas, entre exclusiones y turbiedades (que, aunque duela aceptar, también alcanza a instituciones científicas como el INTA o culturales como el INCAA, organizaciones que en otro tiempo se manejaban con mayor honestidad que otras reparticiones del estado) no resulta raro que un enorme sector de la sociedad que no accede la universidad y debe pagarse una cuota en una institución privada, el que no se atiende en el hospital y debe renegar con la prepaga, el que circula por rutas destruidas, quien no recibe un subsidio para su producción audiovisual… no se sume a la resistencia contra las medidas de ajuste de Milei.
No alcanza con decir que hay una mentalidad privatista e individualista que antes no existía en la clase media baja y hasta en grandes sectores que viven en la informalidad. Algo de eso hay, pero también hubo mucho, mucho que desde el progresismo se hizo (o se dejó pasar) para que el “loco de la motosierra” tenga legitimidad ante un ajuste que, queda claro, no lo va a pagar ninguna casta si no la mayoría de la sociedad.