Tomás LüdersOpinión: desprolijidades, corralón y después

Tomás Lüders14/02/2017
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La “causa Corralón” ya es un gran escándalo, pero es solo la escandalosa puesta en evidencia de lo que era un secreto a voces. Aún se desconoce el alcance de las responsabilidades y complicidades, si las primera o segundas líneas de funcionarios estaban involucradas, solo miraron para otro lado o fueron negligentes en el control  o un poco de todo.

No voy a  abrir juicios ni exponer pruebas, para eso están los magistrados, que, esperemos, vayan hasta las últimas consecuencias más allá del peso de las figuras involucradas. Veremos hasta dónde llega el Poder Judicial frente al otro Poder, el político.

Lo que sí debemos analizar es la forma que domina el seno del Estado (venadense, pero también argentino), y, sobretodo su correlato: la sociedad que se deja dar forma por ese tipo de estructuras, estructuras que solo la falta de categorías más apropiada nos permite seguir llamando “públicas”.

Si se me permite desempolvar a algunas referencias de la academia, no creo que estemos ante una sociedad anómica (E.Durkheim), aunque a veces parecemos inmersos en el estado de naturaleza de Hobbes  (El Leviatán y “la guerra del todos contra todos”). No, yo creo que nos dominan algunas reglas y jerarquías, una forma nos organiza, y a ella obedecemos, funciona entonces lo que podemos llamar “un Estado”.  No es, claro,  el que se organiza bajo reglas legal-racionales (M.Weber). Es decir, no estamos ante “impersonalidad de la ley” (el paño sobre los ojos de la Justicia), ni ante la jerarquía basada en el cargo y la competencia de quien lo ejerce.

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Pero sí tenemos jerarquías, son las que habitan las jefaturas personales que reparten poder y beneficios de acuerdo a lealtades particulares, y no a derechos, méritos y capacidades. Y a esta jerarquías responden nuestros códigos: son las que organizan el funcionamiento de ese “cuadro administrativo” forjado a base compromisos, prebendas y contactos (como bien aprendimos con El Padrino, la Mafia siciliana también era una estructura que debía mantenerse bien organizada para poder ser lo que era). Hay entonces una cumbre habitada por los mayores beneficiarios, y también beneficiarios en tercer grado, el dominus y las clientelas, dirían los romanos. Las clientelas no se limitan, ni por mucho, a los excluidos del mercado y “reincluidos” por este tipo de estructura: las clientelas están en todos los estratos sociales. Con desenfado o resignación, casi todos terminamos siendo cómplices.

Además de los que están más arriba y más abajo en esta jerarquía, son muchos (un puntero que es funcionario en el Tribunal de Faltas, por caso) los que han encontrado un medio de vida a partir de esto. Son los habitantes de segundo grado de este mundo público que se ha vuelto patrimonio privado de los funcionarios de primer grado. Los demás, vivimos de la actividad privada, pero que no existe al margen de ese Estado patrimonializado: o porque conocemos al puntero-funcionario que nos deja sacar el vehículo en la que circulamos sin papeles, o porque conocemos a alguien en alguna otra dependencia, entonces podemos evitar controles impositivos, bromatológicos y hasta conseguir contratos previo pago de coimas (de hecho, casi toda nuestra “burguesía nacional” vive del contacto y el retorno que le permite conseguir, además de contratos, créditos, permisos de importación, subsidios…).

Pero también somos habitantes de este mundo del contacto cuando tenemos que esperar el favor de arriba para finalidades más nobles: para que no nos rematen un club, que “le hagan” la vereda a “nuestra escuela”, que “nos alcancen” un subsidio para el comedor, nos paguen un viaje al médico a Rosario, etc. El que no llora no mama… Estamos en un mundo en donde la fidelidad particular ha desplazado a la regla general. Hay que pedir personalmente y por teléfono lo que debería funcionar por norma general. Entonces, tras el favor virtuoso hay que agradecer al legislador tal, al secretario tal, al oficial tal…

No vamos aquí a abogar por un imposible mundo de normas abstractas e impersonales ordenando la vida concreta. El resultado de eso no se ha visto, y sus intentos han generado pesadillas burocráticas y sus márgenes clientelares.

Pero hasta que al menos logremos forjar la utopía anarquista o comunitarista (o nos aislemos en algún kibutz o comuna hippie) resulta imperioso que nos demos reglas claras, trasparentes, lo más universales posibles. Que el favor sea la excepción, no la norma.  Sino vamos a seguir  escribiendo capítulos para el Cambalache de Discépolo.

Por lo pronto, todos estamos espantados ante lo que todos sabíamos y de lo que otros tantos eran cómplices directos: o porque recibían su parte o porque ponían la suya.

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