Tomás LüdersMenem, Napoleón y el virus como tragedia

Tomás Lüders11/04/2021
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El ex caudillo riojano sale al patio de la quinta de su amigo Gostanián con una biografía de Napoleón. El presidente que había dicho leer a Sócrates aparece en el patio con un libro. No estaba en cuarentena, estaba con preventiva domiciliaria.

Todos nos habíamos reído de los libros de Sócrates que dijo haber leído. Pero a nadie le había importado porque a nadie le importaba que Menem no leyera de verdad. No era por eso que lo habíamos puesto ahí. Lo habíamos puesto ahí porque era el grado cero de la posibilidad de un orden. O peor, lo habíamos tolerado y vuelto a poner ahí porque después del “salariazo” y de romper los records inflacionarios de su predecesor llegó la convertibilidad. Éramos todos realistas y nadie tenía porque creer demasiado en lo que Menem decía, había que creer en lo que hacía. Por eso podía hablar de Cohetes a la Estratósfera. Todo era una joda, menos la convertibilidad.

Con la convertibilidad había llegado la promesa de estar en el Primer Mundo, justo entonces, porque no había otro al que mirar más que al del ganador…. El fin de la historia…. A no flagelarse tanto, por esa época los polacos, húngaros y demás se morían por lo mismo, porque ser reconocidos desde arriba, como a un par sabiendo siempre que el Primus Inter Pares era y sería para siempre Estados Unidos, aquél al que le hacíamos ojitos todos desde el Sur y desde el Este. No sé en lo que creían húngaros y polacos, nosotros, seguro, no creíamos ser realmente parte del primer mundo, nos alcanzaba con estar por ahí.

Éramos eso que se podía ser ahora, y estaba bien. Ya no había pasados gloriosos a recuperar, nada de ambicionar ser el “Primus”. Solo quedaba la posibilidad de un orden, que no tenía épica pero sí tenía muchas vidrieras nuevas. Muchas, y estaba bien.

La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, había parafraseado Marx a Hegel para referirse al 18 Brumario, el segundo, la farsa de Luis Napoléon, el sobrino que pretendió ser emperador como su tío y terminó aplastado por los prusianos en plena etapa de unificación alemana.

Era la posmodernidad, era 2001 y Menem se hacía comparar con Napoleón, no su sobrino Luis, sino el de verdad, el de Elba o de Santa Elena, el de Austerlitz o Waterloo. O no se sabe, porque no se sabía si Menem distinguía muy bien uno o del otro. Le habrá gustado lo de un Grande en el exilio, lo habrá asociado a su cárcel por la causa tráfico de armas. Tampoco los medios aclararon mucho sobre el texto que Menem mostraba para la foto, no importaba lo que Menem supiera o no supiera del Gran Corso o su pariente que lo imitaba porque a casi nadie le interesaba la historia de los “grandes”en el mundo del fin de la historia y en un país que se reconciliaba con que su cronología fuera una nota al pie en la de los importantes.

Era la posmodernidad, era 2001, nos resistíamos a lo que se veía venir: el fin del orden-grado-cero o la farsa prolija de la convertibilidad que le exigimos a De la Rúa. ¡De la Rúa! ¿Se acuerdan? También fue presidente De la Rúa. Parecería increíble si no fuera porque ya nada parece increíble. El fin del fin de la historia nace con todas las posibilidades abiertas (nota: fue este año que descubrimos que los estadounidenses no son todos sofisticados neoyorquinos u ostentosos habitantes de Miami, sino también rednecks paranoicos capaces de tomar su propio Congreso). Ya nada se descuenta, nada que no sea el fin capitalismo. Nada que no sea no volver a la tragedia de no ser. O sí, quién lo sabe, porque se habla tanto de lo de hace 70 años, del peronismo y de ese antes más impreciso que a veces miramos como arqueólogos de nuestro propio país cuando vemos alguna escuela de principios del siglo XX, la diagonal Norte porteña o la Favorita de Rosario que ya no es ni La Favorita pero tampoco Falabella… ¿hasta Falabella sucursal Rosario es un mito de lo que ya no podemos ser? Y sí, ya no somos la tragedia de ya no ser, sino la farsa de ya no ser, reproducida en cientos de miles de memes que le atribuyen todos los males todos (pero todos) a Otro, el peronismo (¡que ahora es soviético!!) o el liberalismo que… ahora confunde a Adam Smith o Milton Friedman con Espert o Milei. Andaría pobre de referentes nuestra necesidad de mitos.

Será porque como Menem, ya nadie lee. Va, peor, nadie simula siquiera la imposible tarea de leer al ágrafo Sócrates. Recostarse en mitos nos suena feo a los que nos creímos alguna vez tan modernos, pero hay que admitir que la historia, la de verdad, se ha construido en base a ficciones enteras, totales bolazos por los que valía la pena incluso volarse en pedazos. Así marchaba la cosa. Pero ahora eso como farsa. Penoso.

Y acá estamos, esperando la segunda ola de un virus que parece querer volver a repetirse, pero no como farsa, sino como una tragedia que no se fue del todo porque –ahora nos empezamos a dar cuenta– apenas nos trajo un veranito. Pero así como a veces nos dejamos atrapar por el ensueño narcisista y repetitivo de glorias pasadas (el mito es la ideología en su grado épico y patético) también nos dejamos atrapar por la fantasía de que la normalidad existe. Por algo creímos hasta el final en la convertibilidad, nos agarramos de su manto hasta el minuto en el que todo explotó por los aires. Hasta un segundo antes del Corralito y el Estado de Sitio insistíamos en creer que realmente habíamos ahorrado en dólares. Cómo no vamos a creer entonces que mañana vamos a salir a la calle, vamos a poder ir trabajar, llevar a los chicos a la escuela y tomar algo sin que el covid siga dando vueltas.

Como dice Slavoj Žižek, la renegación (ese “sé muy bien que no, pero hago como que sí…”, la verleugnung freudiana) es la base fantasmática sobre la que sostenemos nuestras vidas. Abusando de la expresión, es la ideología en su grado cero. Entre una cosa y otra, entre el ensueño y las broncas por creer no poder ser eso que alguna vez fuimos (el mito) está ese no pensar para poder creer que la normalidad existe, que el virus no va a volver y que, mal que bien, la cosa no se va a volver a ir al tacho, como en ese 2001, que para diciembre ya lo tenía Menem libre en La Rioja.

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