Tomás LüdersLa Rebeldía se volvió de derecha

Tomás Lüders08/05/2023
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En forma interrogativa, el título de esta nota réplica el del último libro del politólogo y especialista en relaciones internacionales Pablo Stefanoni.

Si hay que responder a la pregunta con un simple “sí” o “no”, yo elegiría el “no”. Stefanoni tiene un buen punto, las izquierdas y centro-izquierdas parecen verse imposibilitadas de ofrecer promesas y programas para los crecientes descontentos sociales que se manifiestan a lo largo de todo Occidente y su periferia latinoamericana.

En el caso argentino, el espacio de centro-izquierda está casi totalmente monopolizado por el populismo peronista. Y ese populismo hoy no tiene dólares para aplicar políticas redistributivas –tuvo muchos más de los que admitió tener, unos 45 mil millones de superávit comercial el año pasado, pero, al igual que los dólares que Macri obtuvo del FMI en 2019, los de éste gobierno se  “evaporaron misteriosamente”, muy posiblemente en el pago, previa compra de divisas al precio oficial, de deudas empresariales contraídas en el extranjero–.

¿Qué hace entonces esta centro-izquierda sin plata? Se recuesta sobre valores morales de lo que se consideran o efectivamente son o fueron identidades oprimidas. Lo enuncio en condicional porque es difícil ser objetivo cuando se trata de tal multiplicidad de reclamos que exigen visibilidad: se pasó de justificadas demandas de larga data, como el derecho de mujeres y homosexuales a no ser discriminados a cosas tan bizarras como reclamar por el “día de la masturbación” y el “día de la visibilización del ano” (si no me cree sobre estos últimos reclamos, lector, entre al perfil de Facebook Página 12 y buceé hasta los posteos de ayer, aunque si usted es sensible a ciertas imágenes, confié mejor en mi palabra).

Pero el caso argentino, aunque tenga sus particularidades, no es para nada una excepción. Como sostiene el sociólogo François Dubet en uno de sus últimos libros, los movimientos políticos que supieron expresar los descontentos sociales se encuentran frente a la complejización o incluso el fin del viejo régimen de desigualdad: el de clases. “La cuestión social” supo ser por décadas y hasta siglos lo que definía las coordenadas de “izquierda” y derecha” en el espacio político (nuevamente, hay particularidades locales, en el caso de la nuestra, no fue sencillo, y hasta se derramó sangre, para definir qué coordenadas espaciales ocupaba el movimiento que supo monopolizar las demandas obreras, ése que encabezó un General anticomunista pero que después tuvo adentro suyo a un grupo como Montoneros).

Complejizadas las identidades de clases –y no porque no existan pobres y ricos, privilegiados y desfavorecidos– las izquierdas se recuestan desde hace tiempo sobre las costumbres. Buscan “deconstruir” lo que consideran una moral “hegemónica” que habría favorecido por siglos, y todavía lo haría, al varón blanco heterosexual por sobre las demás identidades de lo que hoy no se puede llamar más “sexo” y se debe llamar “género” (desde las mujeres nacidas como tales, pasando por las personas gais llegando a las personas transgénero y “de género fluido”). Se hace esta crítica al muchas veces llamado “macho opresor” sin hacer entrar en la ecuación qué posición en la escala social ocupa el varón heterosexual  –¿heterogénero?–. Así entonces, un varón gay o una mujer que tienen un cargo gerencial en una importante multinacional tendría menos poder y derechos que un  hombre trabajador informal inmigrante (“hombre cisgénero”, según la actual jerga progresista).

Así las cosas, ante una cuestión social que se complejiza –producto de una economía capitalista más compleja– el progresismo no ha cedido el monopolio de los valores de justicia, solo que ha cambiado o corrido totalmente el eje: el campo de batalla dejó de ser el económico para centrarse (casi) exclusivamente en el moral.

Ahora bien, deteniéndonos nuevamente sobre nuestro país, aquí la expresión de las frustraciones (mayormente económicas) con el progresismo moralista parece tener un nombre: Javier Milei. La pregunta es, ¿Quiénes lo votan adhieren a su ultra liberalismo económico o más bien lo votan porque expresa un rechazo a una dirigencia política fracasada? Dudo que el votante medio de Milei sea un adherente ferviente de la Escuela Austríaca.

Si captura tantos votantes como parecen decir las encuestas es porque el ex asesor económico del Grupo Eurnekian está enojado y focaliza su ira sobre esa dirigencia impotente para resolver las dificultades que más preocupan al promedio de la población (y no, no se trata de la falta de visibilidad que tiene la “masturbación femenina” o el “cuidado del ano”).

Esa misma dirigencia que, en su última versión, no quiso perder el monopolio del progresismo y asumió con un presidente que afirmó que “seríamos mejores porque seríamos más mujeres” –o algo por el estilo–. Que mientras veía subir la inflación y el precio del dólar instauró el “genéro X” en el DNI y también impulsó la aprobación de la ley del aborto –aprobación que fue impulsada oficialmente más como respuesta a la demanda de una identidad feminista extrema que en el marco del que debería haber emergido: el de un difícil debate dentro del campo de la salud pública–.

Dicho esto, no creo que la mayoría de los que hoy rechazan al gobierno sean o hayan sido particularmente machistas u homofóbicos, aunque quien encarna el grueso de los descontentos haya girado hacia la bastante contradictoria fórmula que hibrida libertarianismo con conservadurismo.  En todo caso, debería leerse un posible incremento del conservadurismo moral como rechazo en reflejo de una centro-izquierda que la vez que no ha dejado de profundizar la crisis económica, se ha arrogado el monopolio de la virtud moral, mezclándolo todo, “día del masturbación” con derechos de las mujeres, aceptación de la homosexualidad con pseudo-ecologismo que impulsa huertas caseras como solución a la polución ambiental.

Después de todo, así se crean los huevos de las serpientes. No porque las personas descontentas apoyen particularmente cada uno los contenidos de quienes se erigen como representantes de la ira hacia el estado actual de las cosas, sino simplemente porque logran construir un “nosotros” frente a un “otro” que falló en resolver lo que más preocupa.

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