Tomás LüdersOpinión: Inseguridad, neurociencias y darwinismo social. Blanco sobre Negro

Tomás Lüders03/09/2016
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Vale preguntarse por qué estamos en estos días tan dispuestos a aceptar explicaciones biologicistas de la conducta humana (del ser humano) y a negar los evidentes condicionamientos sociales (no determinismos) que la atraviesan. Vale hacerlo, sobre todo hoy, en tiempos en que, ante el delito violento, el actual gobierno y los medios oficialistas enuncian su postura desde el pánico-odio ciudadano.

El Estado y las voces públicas retoman la voz del entendible miedo (y el criticable binarismo) cuando ante el temor y el pánico deberían contener y tranquilizar. Se agitan odios donde debería haber respuestas y acciones que ningún ciudadano particular puede dar. Nada es casual.

En las noticias ya aparecen nuevos ciudadanos matando al ladrón, y todo se explica desde el mismo lugar: la defensa propia. Tema que está lejos, lejísimos de ser el punto. Nota personal: no tengo ni tendré un arma en mi casa, pero no dudo en que, de tener que hacerlo, defendería a mi familia como sea. Ante el terror, nadie puede andar buscando explicaciones complejas al delito.  Pero una cosa es lo que un ciudadano individual hace para defenderse de manera particular –y lo cierto es que, en el caso reciente, tanto María Eugenia Vidal como Patricia Bullrich se apresuraron astutamente a ponerse del lado del asaltado sin esperar las debidas pericias sobre el caso–, y otra muy distinta es que el Estado decida hablar y hacer desde allí.

Es ideológicamente perverso confundir los disparos de un médico con políticas de seguridad. Pero eso es lo que se está haciendo. Ya no solo el “que mata tiene que morir” sino también el que roba. Basura ideológica que agita los peores miedos para construir capital político y desentenderse de las responsabilidades gubernamentales. La peor respuesta para un problema de raíz social y cultural que se seguirá agudizando.

 

Meritócratas y perdedores

Ante el delito callejero y violento pasamos de la negación supuestamente progre (“eso no pasó, es una construcción de los medios”) a la otra cara de la mismísima moneda: “el delito no tienen nada que ver con la desigualdad social y el individualismo cultural”. Todo ocurre en tiempos de una supuesta defensa de la meritocracia que apunta más a legitimar el monopolio de capitales culturales y económicos que a recompensar el tan declamado esfuerzo individual. A la vez, promete la posibilidad del ascenso social a los de abajo o a los que volverán a caer abajo, pero lo hace sin siquiera planificar políticas educativas y económicas de desarrollo social. Así, en lugar de recompensar el esfuerzo y la responsabilidad (¡que obviamente hay que reconocer y valorar!) todo terminará en un sálvese quien pueda. Mientras tanto, los “meritócratas hereditarios” podrán mirar con menos culpa aún desde el lado cómodo del muro .

Entonces, la negación de las diferencias en la propiedad de recursos culturales y materiales se aplica sin matiz alguno a la hora de explicar la exclusión: si usted es pobre es porque su haraganería lo hace fracasar. No importa que su abuelo y su padre hayan sido desocupados, es su responsabilidad exclusiva no haber desarrollado predisposición al esfuerzo. Para esta posición, no vale ningún estudio territorial, ni siquiera los evidentes contrastes urbanos (cuyo arquetipo son la oposición entre la vieja ciudad de clase media rodeada de cada vez más barrios cerrados o semi-cerrados y caseríos paupérrimos). Entonces, “misteriosamente”, nada explica por qué hay infinitas más posibilidades de que un delincuente (callejero) nazca en un barrio marginal que en uno de clase media o alta (otro cantar es el delito de guante blanco).

Y en estos tiempos, la exclusiva responsabilidad individual se mezcla ahora sin aparente tensión con las explicaciones filogenéticas: el excluido elegiría por su cuenta su camino y, contradictoriamente, se postula al mismo tiempo que a la vez su vida miserable sería el resultado de una selección natural en la que quedó del lado de los que deberían extinguirse. No importa la imposible mezcolanza de ideas, lo importante es que ni estado ni sociedad deben hacerse cargo de sus profundas contradicciones y conflictos.

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Darwin y la resonancia magnética funcional

Evidentemente, el biologismo de las neurociencias que propagandizan hábiles divulgadores como Facundo Manes ya ha hecho lo suyo. No es necesario que el neuro-cirujano (¡no se puede pedir título más científico que ese!) pida medicalizar la pobreza. Es redundante que lo haga en tiempos en los que se prescriben psicofármacos a los niños inquietos. Es parte de un clima de época que ha reactualizado la efectividad ideológica del viejo, viejísimo darwinismo social: la supervivencia del más apto lo mandó usted abajo, asuma que su lugar es ese y no se resista. No robe, trabaje, y si no hay trabajo… problema suyo.

Hay que decirlo: las neurociencias no son una ciencia. Todo lo contrario. Fuerzan algunos descubrimientos interesantes con mitos positivistas sin el declamado sostén empírico  (hablan de un “gen psicótico” y otro depresivo que jamás han encontrado), todo para armar un pastiche simplificador que, evidentemente, gusta mucho. Y es que alivia creer que el conflicto personal y social tiene causas genéticas o químicas antes que familiares y sociales. Es bueno saber que uno no tiene que enfrentarse a lo que podría curar químicamente. Y para el tema que nos compete, la situación social, nos permite, por caso, mirar para otro lado cuando un nene o nena toca el timbre para pedirnos comida. No tendríamos nada que ver con ese escándalo, porque es natural que eso pase.

Así, en bloque, como son definidas por sus “investigadores-divulgadores”, las neurociencias son insostenibles teóricamente. Lo son incluso desde el mismo paradigma que exhiben como principal sostén argumentativo: el cientificismo atomista y anti-relacional. Sin embargo, no dudan en enunciar como “voz de la objtetividad”. Cada cosa que dicen es un axioma, aunque ellos mismos lo desmientan a los dos días…. con otro axioma. Desde allí le enrostran falta de seriedad a su archi-enemigo teórico: el mucho más riguroso psicoanálisis. Acusan a éste de meterse en todos los temas, pero, con menos, muchos menos rigor metodológico del que le piden aquél (y con nula rigurosidad teórica) los neurocientíficos se arrogan para sí el derecho de decir cualquier cosa de casi cualquier cosa. No hablarían ellos, si no La Ciencia.

Es cierto, al opinar de cuestiones sociales, entre falacia y falacia, han dicho algunas obviedades cercanas con la realidad. Pero casi todas ellas fueron hace tiempo postuladas con mucha más profundidad por algún referente de las tan denostadas ciencias sociales. Sin embargo, arrogantes, los neuro-propagandistas desprecian el aporte de algo que a su vez ignoran completamente. “El ambiente también influye”, ha dicho hace poco el bueno Manes, como si acabara de descubrir la pólvora él solito. Hace menos agregó: “los sentimientos importan en la toma de decisiones”. Con infinitamente más sofisticación y riqueza intelectual, Freud ya lo descubrió desde la ciencia hace más de cien años, y Schopenhauer desde la filosofía hace más de 200. Y, de hecho, hasta mi vecina lo sabía (“no tomes decisiones en caliente”, Doña Rosa dixit). Pero ni Manes, ni los suyos, consideran digno leer la palabrería “metafísica” de uno u otro y, mucho menos, salir del laboratorio.

Entonces, sin cortapisas, extrapolan estudios hechos sobre las reacciones de las ratas en laboratorio a reacciones humanas en situaciones reales. Puede que ahora (¡Eureka!) incorporen los “matices ambientales”, pero claro, siempre lo harán reduciéndolos a variables linealmente aisladas. El devenir en la historia no existe, solo datos sin origen que se apilan. Sofisticados escáneres mediante, inverten el orden causa-consecuencia: los efectos bioquímicos (“la baja de la serotonina es la causa de la depresión”) desplazan a sus evidentes  fundamentos “ambientales” (la tristeza que genera el padecimiento de una pérdida, por caso). Sin dudas alguien que ha enviudado tiene una baja de su serotonina cerebral, pero, ¿qué vino primero, la muerte del ser querido o la reacción bioquímica cerebral tras la pérdida? La respuesta sería obvia, pero ellos están por detrás de lo que ya sabe el más vulgar de los sentidos comunes. Sin embargo, a su vez han logrado construir un nuevo sentido común: sus premisas ya se aceptan por todos como válidas. 

Así, desde lo que leen de las imágenes de resonancia magnética funcional, habrían descubierto que el ser humano es el mero resultado de las fuerzas genéticas y evolutivas. La incidencia de la historia es borrada de un plumazo. La diferencia cultural, es entonces, primero diferencia biológica. Las peores ideologías de la modernidad se han sostenido en tales supuestos.

Pero a tranquilizarse, por lo pronto, la mano dura no es propaganizada desde allí. Al menos por ahora. La adscripción oficial a las neurociencias es en cambio acompañada por los vientos caritativos del buenísmo social. El buenísmo pide ser solidario con el que menos tiene, pero siempre y cuando no se analicen las causas de su pobreza. Eso es cosa subversiva. Hay que decir que el sayo le cabe mejor a la gobernadora Vidal que al presidente, que tiene que forzar la sonrisa cuando se le acerca alguien de “inferior condición”.

Con mucha suerte (si hay fondos), el buenísmo social, sumado a los postulados Manes y los proyectos del primo Bullrich traerán algunas soluciones tecnológicas al “problema educativo”. Entendido como un problema “atomizado”, de espaldas a sus contextos, se lo plantea solucionable a pura “Tic” –ya había hablado Macri en campaña de educación 2.0, eso sí, sin dar precisión alguna sobre los contenidos a trabajar con esas herramientas digitales–. Llegarán entonces las soluciones de laboratorio que deberán aplicar los docentes proletarizados por su propia cuenta y formación. Con suerte y viento a favor, si hay inversión en educación, habrá más dispositivos-pantalla para quienes después tienen que volver a una realidad de miseria en la que ya la pantallita estaba idealizada como fetiche salvador.

Entretanto, para los que no se dejen educar y elijan delinquir, la receta ya fue prescripta.

 

….

Convengamos que el determinismo social extremo es también una simplificación ideológica: ser pobre no determina a nadie ser ladrón, asesino, dealer o las tres cosas. Hay muchos más factores en el medio. Es cierto, a veces, cuando el entorno sociofamiliar descompuesto y violento, o la extrema necesidad no diluyó en odio y rencor la propia subjetividad del asaltante, queda cierto margen para la libre elección. Y quizá puede haber más posibilidades de “elegir libremente el camino” entre delincuentes violentos que vendrían de las clases medias bajas , sobre todo en una cultura en la que se confundieron límites y deberes con autoritarismo (en parte fruto de una rara mezcolanza de progre-populismo con celebración capitalista del derecho del consumidor). Pero para estos casos la pregunta que se sostiene es la misma: ¿a qué mundo entran, con qué demandas y con qué expectativas los jóvenes que ingresan al delito? ¿No hay nada que resolver? Hace rato que el viejo mandato a la resignación cristiana ante el destino miserable fue desplazado por la desenfadada publicidad del hedonismo consumista. ¿No habría nada entonces que revisar en el mensaje?

Para nada, parece. Así como se niegan los efectos causales de una desigualdad (que, lejos de trabajarse por resolver, se busca ignorar por completo), se niega la posibilidad de la crítica cultural al mundo al que son arrojados todos los jóvenes, sin importa su clase social y color de piel. No habría que ahuyentar inversiones.

A nueva nota personal, aclaro que, al menos en este punto, me importa menos desde dónde se explica la fuente de esa desigualdad, si de malas “políticas populistas”, el “imperialismo”, el “neoliberalismo”, o todo a la vez. Las explicaciones son fundamentales, pero no servirá de nada abordarlas cuando ya hay usinas ideológicas que trabajan por reducir esa disigualdad a factores biológicos e individuales. Si se niega o naturaliza lo que sucede, difícilmente se le pueda antes trabajar sobre sus causas. 

Así las cosas, independientemente de qué lado se crea estar, hay que preguntarse de qué lado efectivamente quedará cada uno. La línea ya fue trazada, y no por nosotros, sino para nosotros. En un clima de época darwinista, las soluciones que vendrán serán aterradoras, y la Naturaleza ya habrá hablado cuando el nuevo cerco nos deje del lado de afuera, junto a los viejos perdedores de siempre.

 

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