Tomás LüdersEl Relato del Dólar, el mal cuento del peso

Tomás Lüders09/10/2020
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En su célebre “El Fetichismo de la Mercancía” Karl Marx dio en la clave sobre el funcionamiento de la ideología dominante. Justo cuando había enviado esa preocupación de juventud a dormir el sueño de los justos, al igual que había hecho antes también con La Liga hómonima.

Un Marx que se pretendía ya más economista político y revolucionario que filósofo escribía en el Capítulo 1 de su gran obra inconclusa, Das Kapital, la mejor interpretación de la relación entre ideología y realidad. El Marx que ya se asumía como materialista duro antes que dialéctico y se alejaba de los problemas que la explotación generaba en conciencia humana –la alienación del obrero en la fábrica, sobretodo– era sin embargo el que explicaba mejor que nunca los efectos que el modo de producción capitalista sobre “la conciencia”.

Justo en el momento en el que “solo” pretendía estar hablando de lógica económica nos decía que ese modo de producción que había enviado los (“falsamente”) nobles valores medievales al basurero de la historia, al reemplazarlos por “el frío cálculo”, era ese mismo capitalismo el que había acuñado la ficción más efectiva de la historia: la mercancía y con ella el capital. Y era la mercancía, forma necesaria que adquiere toda cosa útil para alimentar el circuito de reproducción del dinero, la que lograba lo que ni la cruz ni la espada habían logrado: unificar todas las naciones un solo sistema-mundo.

Marx explicaba en su texto cómo esta forma mercancía es un fetiche que “oculta” el carácter social de la producción (el hecho de que sea el “trabajo socialmente necesario” lo que le da valor a las cosas y no la ley de la oferta y la demanda) y es esto lo que permite el enaltecimiento de la mercancía por antonomasia, el capital, a tejido conector de toda la estructura social, aquella sin “valor de uso” alguno sino puro “valor de cambio”: dicho en criollo, hacía de la guita lo que ponía a girar al mundo y con él todas las cosas que lo habitan.

Sin hablar ya de “falsa conciencia” ni de super-estructuras, explicaba, a pesar suyo, el modo a partir del que la ideología –y no las fuerzas productivas y los medios de producción, tan desnudamente materiales ellos– estructura la realidad para que se posibilite la reproducción de esas fuerzas productivas y la apropiación privada de esos medios de producción que, reclamaba, debían ser colectivizados. La Idea hegeliana se vengaba y se volvía a poner de pie de la mano del discípulo rebelde que había intentado reducirla a pura cháchara.

Era por la ficción del capital entonces que el trabajador agradecía que “le den trabajo” o “dinero por su trabajo” cuando era (¡es!) el burgués quien recibe trabajo y extrae un plus de él, el plus que le permite generar justamente más capital, esa mercancía pura porque su valor es netamente formal. Tan vacía que puede abarcar y darle forma a todo, subordinar toda utilidad a su lógica: reproducirse al infinito sin otro fin que ése.

Quien explicitó lo que Marx no pudo o quiso fue, 100 años después, el francés Louis Althusser: la ideología es tanto imaginaria como real. En menos palabras, es una ficción que produce efectos concretos. De hecho produce “el efecto” que llamamos nuestra realidad. ¿Por fuera de ella? El sin sentido. Así las cosas, ya excluida en esta época la posibilidad de la Revolución, intentar vivir por fuera del “verso” del capital obligaría a cualquier persona a retirarse a la Montaña (si es que no está en llamas o cercada gracias a la ficción tan concreta de la propiedad privada) y vivir de la caza o la pesca (si es que queda algún bicho vivo fuera de los alambrados). Y así todo, nuestro Robinson Crusoe anti-capitalista no podría sacudirse de su cabeza aquello bajo lo que lo que se formó como sujeto: escapa de lo que no quiere ser, o sea, se define por oposición. No hay que aclarar que la visión althusseriana del humano es bastante pesimista.

….

Desde la publicación de El Capital y su célebre capítulo ya ha pasado bastante más de un siglo. Pero el capital, la guita, sin embargo sigue dándole forma a todas nuestras relaciones sociales. Hasta las más íntimas. Incluso mete su cola ahí, por ejemplo, en la actual disputa entre varones y mujeres: porque, ¿quién manda ahora en El Hogar cuando es el capital el que ha hecho del trabajo no un deseo por desarrollarse –por ejemplo liberando a la mujer de la obligación de ser solo madre, solo ama de casa, solo amante esposa– sino antes que nada una imperiosa necesidad por sumar dos ingresos a donde antes solo se necesitaba uno…?

El Capital le sigue dando forma al mundo y es tan efectivo que incluso pudo reduplicarse como ficción y ya no parece necesitar del plus trabajo para reproducirse. Ser solo ficción basada en expectativas de retorno de inversión. El trabajo acumulado, claro, fue lo que permitió eso (cfr Capítulo XXIV, EL Capital, Tomo 1). La acumulación originaria (la transformación del campesino expulsado de las tierras ancestrales en mano de obra obligada a trabajar por un salario miserable) sigue siendo la base que permitió forjarlo todo, pero ésta se aleja con el paso de la historia: todos sabemos desde hace tiempo que son las finanzas las que subordinan a la industria y no a la inversa.

Por eso, los países que crecen sostienen “sus” sociedades de mercado –al menos así era antes del covid-19– haciendo de la abundancia escasez: se tiene más que antes pero es necesario tener más para no ser pobre porque aparece lo nuevo como ilusión de una completud cuyo horizonte se aleja ni bien se adquiere eso nuevo (Por eso el iphone 1, 1.1, 1.2.,1.3, 2, 2.1, 2.2, 2.3… y demás carreras detrás del upgrade permanente). De ahí el endeudarse, como hacen aquí nomás, al otro lado de la Cordillera, para cambiar lo que ya es viejo aunque apenas tenga unos meses de comprado. Aquí, claro, también abunda la pasión por tener lo último, lo que no abunda es el crédito a tasas medianamente razonables.

Una forma miserable de vivir esa de hacerlo bajo el capital, sin dudas. Pero….

….pero es sobre la ficción del capital que las vidas se estructuran. Menos miserable, claro, eran las sociedades en las que el ahorro era lo importante (se trataba de legarle algo a los hijos) y no éstas en no se logra contener la pulsión por sacar un crédito para comprar eso innecesario tan necesario.

…pero, después de todo, en países con economías capitalistas razonablemente saneadas, aunque la tasa media de ingresos haya caído en términos relativos, aquel que quiere puede ahorrarse un mango.

…pero el problema es que aquí, de este lado de la Cordillera, el país que supo ser el más rico de todo el cono sur y más, es desde hace tiempo una sociedad en la cada vez es menos posible una cosa o la otra. Podemos despotricar contra la forma capital y contra su expresión todavía incuestionada, el dólar….

…Pero por eso lo que se vuelve verdaderamente insoportable de éste país (junto con la pandemia) es intentar vivir en el mundo del capital sin él. No es necesario aclarar que si Marx escribió “El Fetichismo…” fue con el fin de comprender para romper, para romper con la estructura forjada por el capital. Un realista como él no lo hubiera dicho jamás así, pero de lo que se trataba era construir otra ficción, una en la que la libertad no se opacara por la necesidad.

Pero ni al autor del 18 Brumario, ni a ningún otro marxista razonable de la época se le hubiera ocurrido hacer anti-capitalismo dentro del capitalismo. Y menos que menos, denunciar la ficción de la moneda para no sustituirla por nada. De allí que las formas más progresistas generadas dentro del capitalismo se hayan preocupado por mejorar la distribución del dinero, no por anularlo en el marco de un sistema de relaciones que solo se sostiene a partir de él.

…pero en nuestra Argentina de hoy, en la Argentina sin moneda en la que los oficialistas se dicen de izquierda, el dólar y quienes lo persiguen son definidos (somos definidos) sin vueltas como apátridas. Resulta irónico, o lo resultaría si en este país la memoria no fuera tan (selectivamente) corta, que sean justo los funcionarios del actual gobierno los que vuelven a parafrasear a Lorenzo Sigaut, el ministro de economía del dictador Roberto Viola. Por eso escuchamos mil variantes de “el que apuesta al dólar pierde”. Sin embargo no se tiene nada que perder en tan costosa apuesta (158 pesos por un billete verde y subiendo a la hora de escribir esta columna) si es que a fin de mes queda algún restito, porque justamente lo contrario, tratar de ahorrar en pesos será en poco tiempo tan redituable como intentar hacerlo en billetes de El Estanciero.

La del peso argentino sí es una ficción que no genera otro correlato en la realidad más que la evidencia de su falta de valor, eso que llamamos inflación.

Entonces el peso está ahí, simulando hacer de moneda, aunque lo hace con una narrativa que no convence a nadie, ni al propio presidente del Banco Central, que aunque haya equiparado a quienes compran dólar blue con narcotraficantes tiene sus ahorros declarados en la divisa estadounidense –y es de suponer que los no declarados también, porque después de todo, mostrar que se ahorra en pesos sería una cucarda de verdadera lealtad y entrega, la versión monetaria del kamikaze, que da la vida por la Causa cuando la victoria ya es imposible–.

Por cinismo o impotencia, o por una mezcla de las dos cosas, de lo que se habla desde arriba es de Moral y ya no de Economía. Nada nuevo: cuando las fórmulas para emparchar lo que no funciona en un terreno en el que la ética juega de invitada ya no logran ni eso, lo que sale a relucir es la acusación y los gritos de denuncias.

Entonces, todos deberíamos ser desapegados ascetas por la patria, y sin embargo ahí los vemos ahorrando en dólares a ellos, a nuestros funcionarios. Y ahí los vemos tratando de que no se escape un verde más de las reservas o viendo cómo hacer para que entre alguno. Vale preguntarles: ¿hacer patria sería dejar que lo poco que se pudo ahorrar de parte de los pocos que todavía pueden hacerlo se evapore con la creciente distancia entre la ficción que sí produce verdad (el blue) y la ficción que es pura mentirita sin efectos (el oficial)?

Como proponía el pensador de Tréveris, que entendía de lo que se trataba la cosa: no hay nueva moral sin relaciones sociales diferentes que permitian sostenerla. Entonces, o se rompe con la forma capital o se le busca la vuelta para generarlo o atraerlo. Lo último, no tiene épica, es posibilista. Pero lo demás es hipocresía o ceguera. Y eso es lo que parecen padecer quienes conducen los destinos de este país y quienes aún insisten en creerles. ¿Prepararán los sambenitos y encenderán las piras cuando todo se termine de ir al demonio?

Triste resulta el discurso de esta “izquierda” que narra mal (sin respaldo en dólares) lo que adoraría narrar bien (con respaldo en dólares).

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