Tomás Lüders“COGNOMEN”: ¿Y qué hace uno con el Padre?

Tomás Lüders20/12/2020
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“Cognomen (plural, cognomina) de los romanos especificaba la rama de la familia (nomen) a la que se pertenecía, o, en algunos casos, era el apodo de un individuo en particular (por ejemplo, “Cicerón”, “Nasica”, etc); solo lo portaban los hombres, pues las mujeres eran designadas únicamente por el nomen.” (Wikipedia)

 

Para Damián:

Mis alumnos, también mis compañeros del Profesorado, me llevaron a necesitar sumergirme más en el estudio de la historia de lo que yo hubiera esperado. Fui, después de todo alguien que estudió comunicación social, es decir, que se decidió por estudiar un poco de cada cosa porque quería saber mucho de todo. Cuestiones que te pasan cuando no tenés certeza sobre el “qué”…. o cuando no te querés asir de las certezas a mano.

Habiendo sido así las cosas, surgen esos enlaces que parecen trazados por el destino, y no importan acá los algoritmos (¡que manejen lo que quieran, que ni nos rozan el espíritu!). Entonces, termino de leer este domingo en Facebook las palabras de uno de esos alumnos con los que la afinidad recíproca nos llevó a ser buenos amigos. Una afinidad basada justamente en eso: no saber o, para decirlo mejor, querer saberlo para volver siempre al “qué”…

Cuando se graduó, le regalé mi libro preferido, El Sublime Objeto de Slavoj Žižek y él, entre chat y charlas, me regaló un poco más de Hegel de lo que hubiera esperado saber sobre Hegel. Y entre uno y otro de esos dos maravillosos delirantes uno encuentra una respuesta a eso del evasivo “qué”. Puede ser decepcionante si no se está preparado para recorrerla. Porque se trata de eso, un recorrido. Creo que él, todavía lejos de los 30, está por un tramo por el que yo aún no había logrado transitar su edad. Va sabiendo temprano que el qué es a los sumo una partida, pero nunca una meta.

Y esa cosa siempre en fuga es lo que uno intenta orillar con cada lectura y cada discusión. Nos lleva a producir palabras, a autorizarnos a decir sin autoridad, algo que él recién empieza a hacer, aunque a toda máquina, y algo que yo, ya cerca de los 43, busco sostener cada día con algo menos de energía (ay, con el día a día a los casi 43), pero no menos fuerzas.

Él habla en su texto de un abuelo que no conoció: “Desando caminos que dejó, recuerdo el camino no tomado”, dice. Y me lleva a pensar en el que yo tomé y en los que no, en el que rechazaba y en lo que me lega mi propio Cognomen… el apellido, esa cosa que creímos tan de varones, porque la ley, la registrada en códigos y la del inconsciente, así lo sancionaba –en estos días uno se pregunta si ellas, las mujeres, ayer u hoy, lo viven con el mismo peso, se permiten ser más sabias con él o todavía algunas lo siguen abandonando porque, como reza Wikipedia, para ellas todavía solo “nomen” –

Viniendo de Roma la cosa, se puede leer que para los latinos la apariencia del varón debía reflejar su virtud, que incluía a la de su esposa como una cualidad de la del marido (¡oh, desdichada Lucrecia!). Eso que llamábamos hasta no hace mucho, hasta no tanto antes de Twitter y el atribulado 68, el “Honor”. Así con mayúsculas (ya lo advertí al principio: alumnos y colegas me han llevado a recorrer la Historia)

Y uno que es de leer para “llenar”, es de los que no deja de preguntarse antes de actuar, como también lo hace mi ex alumno que ahora es un amigo. Entonces… ¿qué tiene que hacerse con ese significante que es un Apellido? Se llena cómo.

Yo que soy hijo de la generación de hijos que lo llenaban resistiéndolo, que entraban al lazo con el Padre diferenciándose, imaginé en algún momento la posibilidad de ser una síntesis entre ese padre Walter y ese hijo y padre Martín. Algún analista, desempolvando a Hegel sin saberlo o al menos sin citarlo, me habló de que eso suele ser cargado por las terceras generaciones. Al menos para nosotros. Tres es el mínimo necesario, no es una cantidad fortuita. Tres es lo justo que necesita una dialéctica. En ordinal más que en numeral. Tres, al menos para los que no somos romanos, con esos mausoleos que durante siglos acumulaban muertos bajo el cognomen sagrado (aunque creo que, capa a capa, ellos harían tres entre tantos que terminaban acumulados, después de todo, más de tres es otra cosa: alguno siempre era el tercero, aunque le hubiera tocado ser decimoquinto o vigesimonoveno).

¿Teniendo que ser tercero, habré encontrado una liberación del mandato, como pretendía que incorpore ese analista? ¿O a los dos puntos sobre la “ü” de Lüders los habré leído como marca del llamado a ser la síntesis debida al apellido traido de Hamburgo? Esa “ü”, que no son diéresis sino una umlaut que se hace difícil a la dicción castellana pero que ese padre algo rebelde con su propio padre, ese Martín Lüders que fue mi papá, insistía testarudo en pronunciar y escribir en cada formulario. Había abandonado el aprendizaje del alemán por el del inglés, que, claro, mi hermano y yo tuvimos que aprender desde tan chicos, pero ahí estaba, corrigiendo a burócratas, esposa e hijos: “L-ü-d-e-r-s”. Vuelvo al punto antes de irme hacia cuestiones de fonética. ¿Tenía que evitar yo ejercer sobre él la casi plena resistencia que mi viejo había ejercido sobre su padre ? ¿Esa era la opción del hijo del hombre que escapó con su título recién firmado casi 400 kilómetros pampa adentro para alejarse de un consultorio del sur porteño?

¿Yo no ser solo ruptura sino tomarla para volver sobre algún deseo de su padre, ese Walter que fue mi abuelo más abuelo? Yo que vivo acá, que volví acá, me lo he preguntado una y otra vez. Y con más fuerza, con tanta, después de que hace poco más de un año enterramos a papá en ese cementerio que no solo no es mausoleo sino que ni siquiera tiene lápidas visibles. Yo, que no sé qué hace con eso mi único hermano, que retornó a la ciudad-puerto en la que no hemos nacido pero desde la que empezamos a ser.

Siendo época de bienvenido rechazo a ciertos mandatos del Padre, pero también de andar sin mucha brújula, me encontré un día con una respuesta que terminó por ser para mí más deseo que mandato. Menos cognomen y más un punto de partida que no me impuso otra cosa más que buscar.

Porque ese abuelo dentista que me dejó tantos libros, ése con el que tuve preciosas charlas sobre historia y política en el patio de la casona de Barracas, ése que esperó mi retorno de un largo viaje para finalmente dejarse ir, y ese papá con el que, salvo el amor, dejamos muchas cosas abiertas pero no sé si pendientes, ambos, a pesar de ese bastante velado duelo padre-hijo que tuvieron, intentaron caminar desde y hacia lo mismo. Querían, anhelaban, hacer ciencia, aunque uno, mi abuelo, hubiera terminado siendo el dentista de su barrio –eso sí, siempre estaba el deferente: “buen día, doctor Lüders” de los vecinos–. Y el otro, mi papá, un ingeniero agrónomo. Es cierto, brillante, incluso admirado por sus colegas casi como un maestro en eso de llevar la genética al campo, pero que no mucho antes de su enfermedad se animó a decir en voz alta que su sueño había sido el de ser biotecnólogo: “lástima que esa carrera no existía”, agregó entre excusado y algo resignado.

Entonces, eso que leí en Žižek combinado con las charlas sobre Hegel que todavía tengo con mi ex alumno y amigo, a eso lo leí porque ya lo sentía aunque no lo supiera con palabras.

Entonces terminé de saber que Walter y Martín habían intentado dejar siempre abierto el sendero hacia el qué. Pero ahí se habían quedado, en la profesión. Y yo, a diferencia de elllos, tuve la “sintética” suerte del tercero, quizás porque me animé a hacer el esfuerzo de saltar vaya a saber cuántas vallas, de encarar ese recorrido que tiene que dejarse siempre incompleto para poder transitarse. Y sin dudas por lo que logré tomar de ellos, de sus dichos, pero también por los imperativos que logré dejar fuera, quizá porque, antes que como legados a sostener por el honor al apellido, pude terminar por verlos más como cargas que ellos, de poder hacerlo, tampoco hubieran querido seguir arrastrando y poniendo sobre los hombros de los suyos.

Entonces hice de ese título abierto a todo y nada a la vez, el de comunicador social, el de profesor.

Y me puse a escribir en el aire de las aulas y en las hojas de las pantallas. Profesor como mi ex alumno, que ahora es mi amigo.

Obra: Otto Dix: “Autorretrato con mi hijo” (1930)

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