Tomás LüdersAnálisis: Venado Tuerto y la cuestión urbana

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El pedido del Ejecutivo para la instalación de un parque privado en la llamada Zona Económica de Desarrollo Especial (Zede) abre el debate en nuestra ciudad sobre los negocios inmobiliarios que deberían ser regulados por el Estado, ya que es su potestad de zonificar la que valoriza las inversiones.

Ante un acceso a la vivienda que es cada vez más limitado, no se trata de frenar la inversión privada a priori, sino de plantear, allí donde aún se puede, políticas urbanísticas de inclusión.

Por Tomás Lüders

Mientras a nivel nacional se impulsa un proyecto para frenar la extranjerización de la tierra, a nivel local la problemática parece no tener incidencia inmediata sobre lo que vendrá. Siendo que el sujeto agrario por excelencia es hoy el contratista y no el colono, la cuestión resulta, al menos en algunos de sus puntos que parecen más conflictivos, bastante anacrónica.

No obstante, en esta y todas las localidades de perfil fuertemente agrícola hay un tema pendiente que parece más urgente: el urbano. La explosión de los precios de las construcciones y lotes residenciales es percibida casi con la inevitabilidad con las que los hombres nos plantamos ante las catástrofes naturales. Y sin embargo, son muchas las decisiones que desde el propio Estado Municipal se pueden tomar en lo inmediato.

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Las aristas del tema son varias. Por un lado recién en esta primera parte del siglo XXI parece comenzar a debatirse la cuestión de la llamada “plusvalía pública”: quien ve valorizado un loteo inmobiliario solo puede concretar un gran negocio si el Estado habilita que la ciudad crezca para el sector en donde el o los inversores compraron sus tierras. Grandes predios adquiridos como suburbanos o marginales (en las grandes ciudades sobre todo) o directamente rurales (como en Venado) ven multiplicado su valor ante las decisiones gubernamentales de declararlos residenciales o industriales.… o esa cosa aún indefinida que es la Zede. Sin embargo, más allá de ciertas cosas que puede exigir el Estado, como la transferencia de parte de las tierras, siempre es muchísimo más lo que recibe el inversor gracias la acción pública, que aquello que debe reservar para el bien colectivo. Eso, claro, si el Estado decide la cesión, como estaba por no pasar con la Zede.

No se piensa, tampoco, que cuando se habla de beneficio público, también se incluyen a los propios inversores que, más allá de las SA que los agrupan, también son ciudadanos. No son caprichosas las reservas de tierras ante una zonificación: ahí se arman plazas, espacios para servicios públicos y bajos parquizados para que –¡oh, capricho interventor!– la ciudad no se inunde. En lugar de transferencias de terrenos en la zona, a veces el Municipio pide espacios más retirados. Allí se proyectan, bien alejadas, viviendas sociales.

Como ejemplo cercano del plusvalor público transferido al privado, en la ciudad de Rosario el precio de las propiedades sobre el Paraná –que no eran marginales, pero estaban lejos de ser las más cotizadas- se multiplicó gracias a las inversiones públicas que permitieron abrir y parquizar la rivera. Grandes inversores inmobiliarios realizaron grandes negocios sin tener que invertir en tamaña transformación. Pero es tal la “falta de percepción” de cómo lo estatal beneficia allí a lo privado, que incluso las cámaras de empresariales y profesionales del sector, bajo la excusa de que se iba a frenar “el crecimiento de la ciudad”, hicieron fuertes lobbies para que la construcción tuviera los menores límites posibles. De haberse cumplido con todas esas exigencias, en lo que es un “morderse la propia cola”, incluso aquello que valorizó las inversiones, como la panorámica del Río y los parques sobre la costanera, hubiera desaparecido bajo el peso del concreto y el hierro.

Lamentablemente, durante gobiernos mucho más permeables se destruyó parte de lo más bello del Boulevard Oroño y el centro de la ciudad, en donde hermosas casonas neocoloniales fueron sustituidas por espantosas torres, muchas de pésima calidad. Algo parecido pasó con Palermo y Recoleta en Buenos Aires, y con la costa marplantense. Vale aclarar, que el destino de estos bloques de cemento repletos de cuadrados habitables no son generalmente viviendas para los sectores medios y bajos -no estamos hablando aquí de la grotesca implosión soviética de Berlín oriental-.

Sin duda el Puerto Madero porteño (“Menem lo hizo”) es uno de los más tristes ejemplos del Estado cediendo tierras para que se armen guetos exclusivos: se recuperaron los terrenos del viejo puerto para armar lofts y oficinas de valores millonarios.

Se les dice a quienes no pueden siquiera soñar con adquirir un departamento ahí, que se enorgullezcan con la nueva panorámica urbana mientras, si les queda algún billete de 20, quizá se puedan comer un micro-helado de Freddo. No se trata de oponerse a la inversión privada desde principios ideológicos infranqueables, sino de evitar que el Estado siga “olvidando” su obligación de ordenar de manera incluyente una ciudad. Ese debería ser, después de todo, el objetivo fundamental de cualquier política urbana.

Las consecuencias negativas de organizar o habilitar públicamente zonas exclusivas/excluyentes empiezan con la pasmosa diferenciación simbólica que generan: los guetos de lujo son productores de desigualdades identitarias; y, en un mundo en el que lo único considerado valioso es la posesión de bienes caros, la cuestión explica mucha de la violencia social que se respira. Si no se es parte de tal o cual lugar, no se es. De ahí a que no se comprenda bien el azoramiento de la opinión pública ante la existencia de una Villa como la 31. Así como a todos se nos tienta con el consumo de ciertos bienes, todos queremos vivir en ciertos lugares. Quienes tienen capitales materiales y culturales lo intentan de modos lícitos, quienes no, de manera ilícita. Muy poquitos pueden lo primero, cada vez más intentarán lo segundo.

La cuestión no excedería el importante terreno simbólico si hubiera por otro lado una fuerte política urbanísitica en los diferentes distritos en los que se segmenta un país. Sin embargo, cuando se plantea la necesidad de que el Estado facilite el acceso a la vivienda, sólo se piensa en la construcción de casas sociales (por otro lado muy rezagada). Pero muchos planes de vivienda pública, como tantas otras medidas compensatorias del neo-estado providencia en el que creemos vivir, son parches para desigualdades generadas de antemano: es tan caro habitar en una ciudad que es necesario que el Estado construya guetos “dignos” para pobres… eso sí, bien lejos de todo lo que se va valorizando: los pocos que acceden a una vivienda social son enviados a vivir, por contraste, a un lugar estigmatizado.

La problemática es difícil de regular cuando se habla de sectores que, por pasadas injusticias, ya son desde hace tiempo exclusivos/excluyentes: no hay mucho espacio para hacer de Recoleta un barrio que incluya casas económicas. Pero la cuestión debería llamar al escándalo cuando es el Estado el que estimula el fenómeno.

Pareciera, no obstante, que esto únicamente incluye algunas excepcionalidades como Puerto Madero, y ahora Puerto Norte en Rosario (“Lifschitz lo hizo”), pero la cosa se extiende más allá de donde habitualmente uno detiene más la mirada. Y no se trata solo de llamar la atención sobre el Conourbano bonaerense, en donde se habilitaron y habilitan, sin ningún tipo de debates, condominios cerrados (que acá, como creemos que así los llaman allá, les decimos countries).

Como en toda la región, en Venado Tuerto las ganancias del boom agrícola tienen casi único destino, que es el inmobiliario. Sin demasiados estímulos (y tampoco ideas) para invertir en otra cosa, explota entonces la demanda del sector. Y todavía a veces nos preguntamos por qué se prioriza la inversión en departamentos de cientos de miles de dólares… o por qué cualquier pequeño lote o casita céntrica tienen semejantes precios en dólares.

Con un Estado Municipal lleno de gastos corrientes y con nulo dinero para invertir en infraestructura (la MVT hoy financia su obra pública gracias a la buena relación del intendente con un Gobierno Nacional que reparte con criterio estrictamente político sus fondos), únicamente se urbaniza aquello que un inversor privado tiene y quiere urbanizar. Por a o por b la Provincia tampoco parece estar haciendo demasiado sobre el tema habitacional. Como aquí aún basta con alejarse unas pocas cuadras de la Plaza para encontrarse con calles de tierras y zanjas abiertas, la demanda residencial se sigue concentrando en el saturado centro. No hay previsiones de hasta cuándo podrán aguantar los servicios cloacales y de agua potable que se ven sobreexigidos ante cada torre que aflora del piso.

Comentaba a este cronista un concejal, que es tan redituable el negocio inmobiliario en la cercana periferia en vías de urbanización, que a la exigencia municipal de construir calles de tierra con cordón cuneta, los inversores contra-ofertan hacer pavimento. Afortunada sería la iniciativa, si el Municipio se decidiera exigirle a cada inversor ciertas condiciones para la posterior comercialización de los lotes ("venda en cuotas, amigo"). Después de todo, es la potestad estatal de declarar a la zona como urbana la permite que se multiplique varias veces su inversión.

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