Evaluar en treinta días un gobierno es una necesidad imposible. Parte de lo necesario pasa por aprovechar el sentido de oportunidad periodística frente a la ansiedad de los argentinos.
Pero, más allá de esta admisión de lo que regula el éxito de una práctica profesional, lo cierto es que también me incluyo entre los ansiosos. Después de todo, qué otra cosa podemos hacer más que intentar buscar significaciones para que la ansiedad no se desnude como angustia plena.
Dicho esto, y si hemos de darle algún crédito a las encuestas, las medidas económicas de la presidencia Fernández-Fernández (las únicas que parece importar en este momento) están gozando de cierto crédito entre una mayoría nada despreciable. Incluso Clarín debió admitirlo, aunque tratara de disfrazarlo de malas noticias para el gobierno.
Es cierto, a un lado de la grieta, entre el llamado 41 por Ciento, ya todo un colectivo singular que le da nombre a una identidad, parece predominar el fastidio, la desconfianza y hasta el no tan oculto deseo por ver pronto el fracaso de ese otro al que no se le encuentra rasgo positivo alguno. Recostado en valores como “mérito” y “libertad”, las medidas económicas de este ajuste “solidario” golpean duro las demandas de este sector. Más cepo, más impuestos y más (todavía) aplanamiento del jubilaciones y pensiones significan menos de lo que se considera se ha conseguido con duro trabajo.
Del otro lado de la grieta parece predominar cierto prudente silencio. Son pocos los que insisten todavía en defender el carácter “solidario” de las medidas de shock. Las medidas parecen contraponerse al ideario redistribucionista, más allá de que el gobierno, antes de “aplanar la pirámide”, tuvo la precaución de compensar levemente hacia abajo tanto a los sectores pasivos más carenciados como a quienes depende en mayor o menor medida de la asistencia social para intentar comer.
En resumen, el “ajuste solidario”, ser “caritativo” a la fuerza causa escozor entre quienes consideran que ya han puesto demasiado frente a los que no habría puesto nada. Por el otro lado, este investimento de “buenos valores morales” resulta un argumento demasiado escaso y hasta contradictorio para un sector militante acostumbrado a celebrar “glorias” en las buenas y confrontar duramente con “los contreras” en las malas (el nuevo giro se acopla mal con su narrativa porque antes, en los viejos buenos tiempos de kirchnerismo puro, las épocas de escasez de recursos no eran leídas como producto de fallas de gobiernos asumidos como casi perfectos, ni eran el “fruto del fracaso colectivo” como suelen sostener los liberales, sino el resultado de las mezquindades de los adversarios, fueran los buitres, los medios, las señoras de Recoleta, el campo…). Por lo pronto, parecen tener que limitarse a mirar para otro lado o sonreír mientras se encogen de hombros cuando se les recuerda la prometida “vuelta del asado”. Tampoco están las cosas como para exigir venganzas contra el macrismo. Simplemente no tienen crédito político para esto aunque sus candidatos hayan ganado. Hay que ser pactistas, “es con todos…” se ven obligados a repetir frente al espejo cada mañana.
Al mismo tiempo, y para no dejar tranquilo al ya incómodo militante, no son pocos quienes a izquierda y derecha denuncian el doble estándar kirchnerista a la hora de juzgar o tolerar medidas de ajuste. Por una fórmula de ajuste jubilatorio muchísimo más moderada, debe admitirse, se trinó a viva voz en 2017 (hoy, de hecho, los “aumentos” jubilatorios dependen de la sola voluntad del Ejecutivo). Mucho más patéticas resultan las expresiones de las cabezas del gremialismo docente santafesino frente a la versión local de la “solidaridad”: ahora muestran cierta pena y piden tímidamente negociar cuando se han pintado la cara para la guerra por mucho –pero mucho– menos frente a la anterior gobierno.
Así y todo, algo parece estar funcionando para mantener calma a la mayoría de la opinión pública.
Dicho esto, ya que es difícil, sino imposible hacer historia reciente de lo que todavía recién comienza, intenteremos hacer una lectura más larga, ubicar este comienzo dentro de una historia de cíclicos comienzos, si se quiere, una lectura genealógica, aunque la cosa se tenga que hacer con apuro.
Vacas flacas
A juzgar por lo que parecer ser la opinión de un gran mayoría, que incluye decisivamente a quienes circulan en esa “avenida del centro”, hablamos de tolerancia e incluso de consenso.
Somos después de todo, no solo somos la sociedad de la grieta, sino la sociedad traumatizada por las recurrentes crisis: en 2002, el maximalismo del “que se vayan todos” fue sucedido, no por una situación revolucionaria, ni mucho menos, sino por todo lo contrario: el mayor ajuste de la historia contemporánea argentina. Y las medidas de shock de Duhalde-Remes Lenicov terminaron pasando sin mayores problemas. Al revés que en la Biblia, parece concederse que las vacas flacas en Argentina precederían a las vacas gordas.
En menos palabras, lo que estaría generando aceptación no es la creencia de que estamos frente a un pacto solidario, ni en la maestría táctica de un Alberto Fernández que intenta navegar entre dos aguas ni, mucho menos, la constitución en mitad más uno de los adherentes al ya viejo relato. Habría vuelto nuevamente el dictum “haciendo lo que hay que hacer” –aclaramos, la segunda versión de esta máxima, la que acompañó el acuerdo con el FMI, no la de la obra pública y los brotes verdes que nunca florecieron–. Los oropeles retóricos son otros, pero la efectividad se basa en la misma creencia básica. Y esta vez esa efectividad parece mayoritaria. Lo he escuchado casi explícitamente incluso de algunos conocidos que votaron la fórmula Macri-Pichetto en las últimas elecciones.
Una sociedad traumatizada parece dispuesta aceptar otra vez a un gobierno Ordenador. Pasó bajo diferentes formas en diferentes momentos. El segundo Frondizzi, Onganía desde el comienzo, Perón en sus momentos contemporizadores, Alfonsín…., todos, de alguna u otra forma apelaron a pactos y acuerdos para fundamentar medidas de ajuste (al ideario organicista y pactista adherían de manera explícita Onganía y Perón, en versión más desarrollista-conservadora, el primero y más conservadora-popular, el segundo). La versión de Mauricio Macri del “pacto-ajuste”, es cierto, pareció prescindir de las referencias corporativistas: resultaban incómodas para el ideario liberal. Lo del último ex presidente fue, más vale, una versión con buenas ondas y positivismo de auto-ayuda del “hay que pasar el invierno” del ingeniero Alsogaray. Pero aunque no se podía hablar explícitamente de pacto o si quiera de contrato, estaba muy presente la recurrencia al “estamos juntos todos en el mismo bote”. También la primera versión de Néstor Kirchner, antes de encontrarse éste con que efectivamente el ajuste ya podía dejarse atrás, sumaba “pactismo” y “normalización”: no había vacas gordas entonces, sino “sangre, sudor y lágrimas” para engordar al ganado antes de poder poner los cortes en la parrilla (debe leerse bien su discurso de asunción del 25 de mayo de 2003, no hay casi nada de mística setentista allí).
Lo llamativo es que cada uno de estos presidentes creyó ser el primero o el primero de su época en celebrar un gran acuerdo nacional, un nuevo “ahora sí vamos a esforzarnos por hacer las cosas bien”. Es lo que los especialistas llaman el cíclico fundacionalismo argentino. Así las cosas, los argentinos venimos de redención en redención por lo que serían culpas compartidas de una gran fiesta de la que cada uno, sin distinción de clase y color, habríamos disfrutado en igual medida. Se hayan querido ubicar más a la izquierda o más a la derecha, para nuestros líderes todos habríamos sido uno a la hora del goce y todos debíamos ser uno a la hora de la penitencia.
Y esto se repite desde el Palacio porque lo que se dice quejosamente en tuits, cacerolas, piquetes o marchas de los indignados no es lo que nos define. Es, en todo caso, pura “formación reactiva”, como se dice en psicoanálisis. Tampoco los sistemas de ideas o relatos. Aunque seamos el país de las crisis recurrentes y el corto plazo, lo que nos define es la creencia práctica en que el Orden existe y debe prevalecer. Como ya se ha dicho, otro cantar es quiénes de los iguales que seríamos todos los argentinos volverán a resultar “más iguales” y “menos iguales” -ver nota anterior sobre el tema-
Otro cantar también será lo que efectivamente pueda pasar y las formas que adquirirán las correspondientes quejas y culpas que se repartirán frente al eventual fracaso. Pero esto no quita lo otro, sino que lo supone. Es el pataleo del hijo antes de aceptar el castigo que precede a la nueva fundación.
(TL)