AméricaMotín en México deja 52 presos muertos

Tomás Lüders11/02/2016
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Las muertes masivas parecen no tener fin el país azteca. A días de la llegada del papa Francisco –quien visitará otro penal el próximo miércoles– un salvaje motín en la cárcel estatal de Topo Chico, en Monterrey, segunda ciudad del país, deja como trágico saldo 52 muertos, 12 heridos.

Especialistas afirman que el motín, producto de una batalla campal a cuchillazos entre las bandas narco Los Zetas y el cartel del Golfo, evidencia que el sistema penal maneja el sistema penal que dejó escapar dos veces al “Chapo” Guzmán (y debió recurrir a la menos corrompida infantería de marina para darle captura).

La revuelta, la mayor en décadas, tuvo como detonante el asesinato de un líder carcelario a manos de sus adversarios. Su muerte derivó en un bárbaro ajuste de cuentas, en la que no hicieron falta los tiros. Bastaron las cuchilladas.

De acuerdo a la crónica, la prisión de Topo Chico, de 3.800 reclusos, fue en la madrugada del jueves lo más parecido al infierno. Durante al menos dos horas, los internos tomaron el control del presidio y entraron en una bestial batalla grupal.  Según fuentes oficiales, los detalles de la matanza tardarán meses en aclararse. Las primeras versiones apuntan a que el enfrentamiento arrancó a las 23.30 entre Los Zetas y el cártel del Golfo, las dos organizaciones criminales que controlan el presidio.

El detonante fue el intento de fuga de Jorge Hernández Cantú, El Comandante Credo, miembro del cártel del Golfo y uno de los cabecillas de la penitenciaría. Este jefe narco intentaba supuestamente huir esa noche de la cárcel, pero en su fuga, siempre según versiones no oficiales, fue sorprendido y asesinado por sus adversarios, dirigidos por Juan Pedro Zaldívar Arias, alias el Z-27, un conocido secuestrador que recientemente había sido trasladado a la cárcel.

Y a partir de allí se desató un vendaval de venganza.  Ante la total impotencia e inoperancia de las fuerzas estatales, la reyerta devino en una matanza. Los internos, según la versión oficial, prendieron fuego a la bodega de víveres y se enfrentaron cuerpo a cuerpo. Todos ellos producto de bestiales cuchilladas. La cárcel, al menos en dos áreas, quedó en manos de los amotinados.

Ante el caos, las autoridades pidieron la intervención del Ejército, la Marina y las fuerzas federales. Sobre las 1.30, los militares irrumpieron en las dependencias penitenciarias y, supuestamente, lograron sofocar la revuelta. Ninguna autoridad dio explicación de qué métodos emplearon para hacerlo ni si su intervención fue la causante de la mortandad. El gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco, en su primera comparecencia por los hechos se limitó a señalar que la “tragedia” fue fruto de “la situación tan difícil en que se encuentran los centros penitenciarios”. A lo largo de la mañana, el Gobierno estatal fue facilitando los nombres de los fallecidos, pero sin detallar las causas. Los informes forenses deberán determinar si hubo o no disparos.

El terrible desenlace del enfrentamiento convocó a cientos de familiares ante la puerta de Topo Chico. La incapacidad de las autoridades para darles una explicación mínima de lo sucedido prendió otro incendio. Padres, madres, hermanos e hijos de los presos empezaron a golpear las vallas del penal y lanzar objetos. El miedo a que hubiesen fallecido los menores que viven en uno de los pabellones hizo crecer su ira. La presión llegó hasta el punto de que lograron, siempre según las primeras versiones, cruzar uno de los perímetros de seguridad, aunque sin mayores percances. “Me llamó mi hijo y me dijo que dentro estaban matando gente y que él había conseguido huir al pasar a la zona de mujeres. Eso ha sido una carnicería”, señaló una madre a los medios locales.

El motín de Topo Chico, el mayor del que se tiene registro, vuelve a poner a México ante el espejo de sus cárceles. Con una población carcelaria de cerca de 250.000 internos, el hacinamiento y la violencia son moneda común. Pero el mayor problema procede del despiadado dominio que ejercen los cárteles, hasta el punto de que muchas penitenciarias se rigen a voluntad de las organizaciones criminales. Controlan las visitas, las drogas y los alimentos. Prestan el dinero y en caso de que no haya retorno, ejercen la violencia sin contemplaciones. Un ejemplo de ello fue la cárcel de Ciudad Juárez, que el Papa visitará este miércoles. Allí, las bandas llegaron a organizar hace pocos años carreras de caballos, ante el silencio cómplice de las autoridades.

Los intentos presidenciales para recuperar el control han sido tan constantes como infructuosos. La fuga de El Chapo, por un increíble túnel de 1.500 metros, demostró este mismo año la enorme debilidad del sistema penitenciario. La huida se registró en la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano. Bajo control federal y supuestamente sometido a continuas medidas de contravigilancia, este centro era considerado el más seguro del país. Pero nada pudo contra el poder corruptor del líder del cártel de Sinaloa. Le bastó con levantar el piso de la ducha y huir sin que se activaran las alarmas. Tras la humillante fuga, la cúpula del sistema penitenciario mexicano fue descabezada. Pero nadie creyó que el problema hubiese quedado resuelto.

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