Columnista invitadoOpinión: Crítica de la tolerancia

Tomás Lüders26/09/2015
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Por Silvina Buljubasich

En épocas donde los derechos ocupan un lugar central en el discurso político la pregunta que resuena, si de escuchar al detalle se trata, es por qué la proliferación de la violencia y la exclusión nos desborda de manera incontrolable.

Pensando una pequeña comunidad como la que habito, a la que todavía llamo mi barrio, en el extremo norte de esta Venado, la cuestión primera que aparece es la anomia. Todo empieza con el insoportable ruido de las motos que comienzan a rugir exactamente en el horario de la llegada del trabajo a casa y se extiende, sin interrupciones, hasta altas horas de la madrugada. Poco a poco se le suman a coro las riñas, usualmente con tiros de por medio. Estando cerca del campo, los sonidos de la noche ya no son hace tiempo los de los grillos y búhos. Hoy nada más alejado de la poesía campestre que los ruidos de nuestra noche.

La geografía humana de mi barrio se completa con las habituales reuniones de adolescentes, cuando no niños, en esquinas nodales con sus cartones de vino o botellas cortadas cargados de mezclas imposibles de alcoholes varios y fumando la peor resaca de la droga que consumen las clases sociales más acomodadas. Prácticas como pedidos de dinero a los comerciantes del barrio, o de cigarrillos a los vecinos que pasan caminando o en bicicleta también forman parte del ya no tan nuevo folklore barrial. Más allá de la afiebrada imaginación de algún militante político –“fiebre” que es culpa de las categorías vencidas con las que la izquierda y el nacionalismo popular siguen interpretando lo que nunca entendieron– el de mi barrio está muy lejos  de ser el proletariado del que hablaba Marx. Mis vecinos más chicos, como sus padres y abuelos, son sub-proletarios.

No logro y tampoco quiero separarme de las preguntas. ¿Por qué el resto de los vecinos permanecemos solo en la respuesta primaria del miedo? ¿Por qué quienes miramos, presenciamos y padecemos estas conductas mantenemos el primer sentimiento que nos asalta como el único capaz de permanecer como reacción a largo plazo?

Tengo una primera respuesta, claro: porque están armados, porque son violentos, porque esa violencia ya se desató entre los integrantes de la pequeña comunidad. Pero no me conformo. Y avanzo en mis pensamientos sobre los tan promocionados logros de estos últimos años: inclusión social, inclusión de las minorías sexuales y culturales, ¿estos derechos adquiridos tienen su correlato en la realidad o van muchos pasos detrás?

Hay, de mi parte, una culpa de clase. Pero temo que la “contradicción principal” dejó de ser hace tiempo lo único que explica los efectos devastadores de la miseria social y cultural. Después de todo, si en mi barrio la anomia se expresa más duramente en “cierta clase”, debemos admitir que la cuestión es general. Se trata simplemente de poner en evidencia sus bordes más duros.

Entonces vienen a mi mente los discursos sobre la tolerancia. Aquí es donde elijo detenerme para desentrañar la trampa de esta idea. Pensando en este sentido, cuando hablamos de tolerancia ¿hablamos de naturalización? ¿qué y hasta qué punto estamos dispuestos a tolerar? Siguiendo el derrotero de mis pensamientos surge la idea de los límites. Todos los tenemos, ahora bien, ¿qué sucede con los límites de los derechos y de las normas? ¿cómo se inscriben esos límites en el conjunto de una comunidad-sociedad-nación? ¿Tolerar al otro “que es la patria” es aceptar como natural y positivo esta miseria social a la que está condenado y que a la vez nos termina afectando a todos?

Si un Estado empodera a “su pueblo” (tanto los gobiernos populistas, como las religiones identifican a su pueblo, con todo el pueblo) con un conjunto de derechos, se supone que hay una valoración de dichos derechos por parte de los empoderados, que deberían volverse pacificadores, por decirlo de alguna manera. Sin embargo se nos pide que aceptemos como resultado positivo todo lo contrario.

Se supone que los derechos son conquistados para generar autonomía, para poder ejercerse sobre bases seguras la responsabilidad ante la propia vida. Pero aquí, como bien nos lo recuerdan a cada instante, los derechos no se conquistan, se dan desde arriba hacia abajo (sería interesante pensar aquí, citando a Loris Zanatta, si para el Kirchnerismo, la democracia es un concepto relativo a la esfera social y ajeno al ámbito político, al igual que lo era para Perón)

La sensación es la contraria, según el estrato social que recorramos nos encontramos con diferentes pruebas de que esto no funciona así. La sociedad parece más a esos padres impotentes a los que la permisividad les ha obturado la posibilidad, de pensar y pensarse como la autoridad capaz de guiar a sus hijos por la buena senda. Estaremos de acuerdo en este punto que tanto para la familia como para el estado es necesario un criterio de autoridad y sanción, que es todo lo contrario del autoritarismo o la tutela paternalista. Se trata de exigirle al ciudadano su parte del asunto.

Pasemos a un ejemplo concreto del campo de la educación: un estudiante promedio hoy en día siente que el mundo le debe ofrecer todas las oportunidades y sabe perfectamente que no le pide nada a cambio.. Todo le será dado, es poseedor de todos los derechos, puede exigir instancias de exámenes fuera de calendario, revisiones de calificaciones, puede hasta denunciar a sus educadores si siente que fue maltratado verbalmente o que se le ha ofendido utilizando un término estigmatizante, más allá de cual haya sido su rendimiento escolar y a las razones que su educador esgrima a la hora de calificar su desempeño. Hay un desfasaje entre los derechos y los deberes. Se están adecuando las currículas escolares a los deseos de los educandos y los que tienen la responsabilidad de la autoridad aparecen como desbrujulados.

Es el punto en común que encuentro con la justicia y el delito, hemos perdido la capacidad de sanción sobre lo que está mal, esto nos conduce a una lucha que se da cuerpo a cuerpo, es decir hay algo de lo simbólico que no está operando. El estado como autoridad debe ejercer el control social. En este vacío de poder se encuentran, por ejemplo los linchamientos

Lo que impera es el cinismo que impide que la verdad sea dicha porque es demasiado cruda, por que no es políticamente correcta. Sobran las respuestas masivas a problemas que son sensiblemente singulares. No se trata de llenar el vacío sino de registrarlo para poder construir desde allí algo común.  

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