Tomás LüdersOpinión: Elecciones presidenciales…. ¿Libertad o igualdad?

Tomás Lüders20/06/2015
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Al peronismo del primer Perón se lo podía criticar por autoritario, qué duda cabe. Es cierto que la demanda de libertad animaba muchos argumentos “contreras” de entones

Tan cierto como que esas mismas demandas de libertad se yuxtaponían –a veces en una misma boca– con el odio medio pelo indignado con el hecho de que la “doméstica” podía ahora comprar la misma ropa con la que se vestía “la señora”.

De Perón entonces se puede decir que es tan cierto que llegó a lograr el  fifty-fifty en el reparto de la torta nacional (como le gusta decirlo así, en inglés, a la nacionalista Cristina), como que creó un culto a la personalidad que no admitía ningún tipo de cuestionamiento.

No se puede decir sin embargo que haya logrado plebiscitarse solo por la bonanza económica o por la censura y la propaganda. A Perón no se lo votaba por la efectividad de su propaganda o lo incuestionable de las conquistas otorgadas.

Para la mayoría, la obtención de derechos y la mejora en las condiciones de vida era inseparable de la mano paternal que los había entregado al “Pueblo”, así con monolítica mayúscula. Dejo para los economistas discutir la endeblez o solidez de las bases sobre las que se generó esta “democratización material”.  La cuestión no es buscar las causas “materiales” del consenso peronista –y lo mismo cabe para cualquier otro liderazgo político–, ni decifrar su habilidad manipulatoria. El peronismo clásico vio en “vida”, antes de ser derrocado, cómo los límites de su modelo económico dificultaban sostener la bonanza que achicaba la brecha material y simbólica entre las clases. Las mayorías protestaron cuando empezó la escasez, pero nunca dejaron de ser leales, y su lealtad no tenía que ver tampoco con “el vivir engañadas”.

La  formación de un movimiento político popular tiene causas mucho más complejas que el engaño, el mero “buche lleno” y el acceso a los famosos “bienes ascensionales” (otra vez Cristina dixit). Se trataba de también de alcanzar la posibilidad de tener, para muchos por primera vez, una identidad vivida como propia, capaz a su vez de generar un sentido de pertenencia y existencia.

Pienso que con todo lo que pasó desde el 55 hasta la fecha, menemismo incluido, el kirchnerismo, con todas las particularidades, parece haber recuperado para sí y sus seguidores este núcleo duro que definió la identidad peronista desde el vamos: parece que la “redistribución del ingreso” (y reitero, queda para otro tipo de discusión la “objetividad” de sus cifras) solo puede obtenerse si viene acompañada de una reducción de la democracia a su componente plebiscitario. Otra vez, la unidad del Pueblo no admite diferencias con su representante.

Uno vive en Argentina, y entonces no se chupa el dedo. El kirchnerismo no destruyó ninguna República pluralista pre-existente. El último proyecto republicano, con todos sus defectos, fue el alfonsinista, y murió más de 20 años antes que su referente. Es tan cierto que “la Justicia” no era justa como que los intentos de democratizarla son una charada autoritaria. Una cosa no quita la otra.

Pero no es menor entonces que el Kirchnerismo haya logrado volver a persuadir a muchos argentinos de que es necesaria la concentración de todas las decisiones a un liderazgo personal, entendido como la única voz deseable del  Pueblo Eterno y puro,  y el creer en consecuencia que cualquiera que critique las inconsistencias de ese liderazgo lo hace para favorecer a las minorías y sus “corpos”.

En lo particular, esto me genera tanto temor como los rencores generados desde lo que también termina siendo un cerrado bando contrario, que no admite disenso en el supuesto intento de recuperar una república que nunca existió porque nunca la construimos. Una posición que nos exige a quienes no somos kirchneristas que nos pleguemos sin chistar a un voto amarillo que tiene nada de republicano y nada de progresista.

Honestamente cada vez me convenzo más de que el motor de una y otra posición pasa por mantener bien alimentada la rencorosa necesidad de creer que hay un “Otro” que es el culpable de todo lo malo que nos pasa como individuos y como sociedad antes que en la causa positiva que se declama defender. Nada más apasionante que disfrazar de lucha épica nuestra compulsión a evitar hacernos cargo de lo que nos toca. Y como dice el siempre lúcido Žižek, esto funciona independientemente de cuán malo sea realmente ese Otro.

¿Realmente estamos discutiendo sobre libertad e igualdad? Para nada, y poco le importa el asunto a los que capitalizarán electoralmente los flujos de bronca.

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