Tomás LüdersOpinión: Delito, desigualdad y justicia

Tomás Lüders05/04/2014
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Las comparaciones que realizaron casi en simultáneo nuestra presidenta y el juez de la Corte Suprema de Justicia Eugenio Zaffaroni entre los bestiales episodios de linchamiento y los que posiblemente son los dos genocidios más atroces de la historia contemporánea, el armenio y el judío, carecen de proporción.

Afirmar esto a pocos días de que una persona fuera reventada a patadas en el piso puede sonar a provocación, estimo sin embargo que la crítica puede ayudar a elucidar cuestiones en lo que parece ser un nuevo momento de alta crispación y desencuentro social.

En primer lugar, es necesario entender a estas declaraciones como parte de un nuevo capítulo de una discusión ya existente: el desacuerdo sobre las causas, consecuencias y modos de abordaje del delito. Discusión que se ha visto intensificada tras los terribles sucesos de la semana pasada, pero estando ya desde mucho antes faccionalizada en dos posiciones cargadas de recíprocos prejuicios ideológicos. Así y todo, a cada lado de la polémica emergen dos argumentos básicos que merecen ser explicados más allá de su contingente utilización como sostenes de posiciones contrapuestas.

Ambas proposiciones son bien simples: una pide que se castigue a las personas que comenten acciones que dañan a otras personas, es decir que se las sancione por lo que hacen, al margen de lo que son. En principio al menos, no importaría que quien delinque sea joven o viejo, “blanco” o morocho, pobre o rico. Lo que se denuncia como moralmente reprensible es el daño que se ejerce sobre un tercero, sin que sea relevante la identidad de victimarios y víctimas. Debe decirse no obstante que quienes defendieron y hasta celebraron los recientes episodios de linchamiento lo hicieron explícitamente amparados bajo esta idea, haciéndole flaco favor a una posición que ya viene siendo manipulada demagógicamente por las posiciones más reaccionarias y clasistas del espectro político.

Más allá de este último punto, es en este marco que resulta necesario recordar que armenios y judíos fueron masacrados por lo que se decía que eran y no por lo que hacían. En todo caso, la imputación por lo que supuestamente habían hecho fue un complemento accesorio del prejuicio racista que precedió a su asesinato en masa.

Aunque considerada incluso como desproporcionada por muchos de los que se alinean tras la otra idea fuerza en cuestión, la comparación debió resultar argumentativamente coherente para el juez Zaffaroni y la propia jefa de Estado, pues esta noción supone por su parte que la mayoría de las personas que son acusadas de delinquir son socialmente condenadas por lo que son, al margen de lo que hacen.

De hecho, quienes asumen a esta postura como la única relevante a la hora de hablar de delito suelen acompañar el argumento denunciando que las protestas por el incremento de la mediáticamente llamada “inseguridad” están exclusivamente motivadas por prejuicios sociales sin relación directa con lo que efectivamente ocurre.

No obstante esto, esta posición no necesita sostener que el “delito no existe” o es un “problema menor” para fundamentarse –aunque desde alguna vereda política y confundiéndolo todo hay quienes demagógicamente han intentado y siguen intentando hacerlo-, pues estima que la mayor parte de los delitos tienen como causa directa la injusticia cometida sobre alguien por lo que es: generalmente alguien pobre, joven y morocho. De esta forma, lo que para la otra posición es un victimario, para ésta es una víctima. Llevado al extremo, este argumento deriva en suponer que todos los reclamos por sanción de los delitos son solo una excusa para estigmatizar y discriminar a un sector de la población (con escasas excepciones al margen, pues sí se defiende desde esta posición la punición de aquellos casos en los que se considera al victimario la parte fuerte de una relación en la que la víctima es la parte débil).

En este punto cabe preguntarse: ¿es siempre y en cada caso ilegítimo pedir justicia ante un delito violento cometido por una persona de escasos recursos socioeconómicos? Por otra parte, ¿puede pedírsele al Estado efectividad en la sanción del delito sin considerar la profunda desigualdad que atraviesa  nuestra sociedad?

Entiendo que para comenzar a trazar respuestas justas, se debe empezar por matizar cada una de estas ideas fuerza a partir de la que es, incorrectamente, definida como su contraria.

Así, no puede negarse bajo ningún concepto que la desigualdad es el caldo de cultivo más fértil del delito, entendiendo además que aquélla no se reduce simplemente a una “objetiva diferencia económica” entre las personas, sino a cómo se clasifica socialmente a los sujetos de acuerdo a los bienes y capitales culturales que poseen. Por eso, salvo durante crisis sociales agudas, lo más frecuente es que no se puedan atribuir la mayoría de los robos al hambre, y no por ello debe excluirse a la injusticia social como factor condicionante. Negarlo es una forma de reforzar la violencia social que genera desigualdad.

Dicho esto, creo que es un grave error atribuir siempre y de forma directa la mayoría de los reclamos de sanciones para quienes cometen delitos a un previo clasismo o racismo (prejuicios que en Argentina y el mundo suelen estar estrechamente enlazados). Reducir todo reclamo de punición (y prevención) del delito a un enfrentamiento entre “ricos generadores de desigualdad” y “pobres que la padecen” –y que por ello responden violentamente–es también una forma de violencia social. Una violencia que se desentiende del derecho a la justicia para quienes han sido víctimas de un crimen, sean las víctimas y sus victimarios de la posición social que sean, porque todas, absolutamente todas las vidas son sagradas.  

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