Tomás LüdersDelito violento: ni solución policial, ni demagogia anti-sanción

Tomás Lüders26/10/2014
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No hay soluciones policiales para problemas sociales. Robert Castel nos explicaba ya en La Metamorfosis de la Cuestión Social que la solución represiva del emergende de un problema de raíces estructurales se había intentado sin éxito, y con mucho sufrimiento injusto, entre el siglo XIII y la era industrial, cuando la lenta disolución de la Edad Media comenzó a producir población “excedente” entre el campesinado (el 90 por ciento de los europeos de entonces). De un modesto lugar en una sociedad jerárquica pero organizada, el campesino pasó a no tener ninguno, lo que era mucho peor que la “pobreza digna” a la que antes se resignaba.

El rasgo más duro, grotesco y “molesto” de este fenómeno era el llamado “vagabundeo”, que a veces derivaba en bandas de saqueadores que atacaban a ricos y pobres por igual. En realidad no por igual, ya que los pobres eran muchísimo más numerosos que los ricos, y en el medio no existía nadie. Para los “integrados” de entonces, el problema se hacía particularmente molesto cuando las saqueadas eran las caravanas comerciales. Solo entonces se intensificaba una represión que igualmente nunca alcanzaba a contener lo incontenible. El vagabundeo era el rasgo y estigma de un problema mucho mayor: el sistema había hecho que mucha gente sobrara. La solución sería la dolorosa proletarización industrial, pero esa es otra historia.

Hoy a esa reducción de la miseria social podríamos reemplazarla otro término simplificador: “inseguridad”. Entiendo sin embargo que hoy la miseria –aunque afecte las necesidades básicas de una vasta población– es un problema cultural que rara vez puede entenderse como un fenómeno de causas estrictamente materiales.

Lo que irrita más a quien fue condenado a ser “sobrante” es la desigualdad antes que la carencia “objetiva”. Y sus causas son ostensibles, aunque tan coloridas que todos nos dejamos seducir por ellas. A todos nos atrae la pasión por poseer “lo último” que ofrecen las vidrieras reales y digitales.

Sin importar para qué es el objeto, hoy la única distinción social válida está dada por la posesión de lo más nuevo y caro posible. No importa qué, solo importa que esté reconocido por la publicidad, después le asignaremos algún uso más o menos práctico. Lo fundamental es tenerlo primero que el resto. Y así, aquello por lo que dábamos todo hace dos días, hoy no vale nada, ya que la publicidad transfirió rapidito su atractivo hacia otra cosa.

Este individualismo consumista nos atraviesa a todos, pero se vuelve más violento cuando quien lo padece es hijo de generaciones hace tiempo desafiliadas de la contención del trabajo, la familia y el barrio.

Por eso, aunque durante 10 años haya crecido el empleo, no se produjo la necesaria integración sociocultural. Es cierto que las políticas de promoción social fueron insuficientes, de hecho privilegiaron la asistencia, antes que la promoción. Y más allá de la “universalización” de algunas de ellas–en realidad una “parcial” generalización–, siguieron además acompañadas de un clientelismo político que refuerza la dependencia y la auto-conmiseración : estimularon el patético “pedigüeñismo” en lugar de recompensar el esfuerzo. Pero eso es “solo” querosén al fuego del vacío dejado por la desaparición de vínculos y pertenencias comunitarias que ya no están.

La solución entonces debe ser mucho, pero mucho más profunda (¡y diferente!) que la que ofrecen quienes azuzan el garrote o tiran uno mangos a fin de mes (habitualmente los mismos personajes sobre los que una sociedad quejosa pero irresponsable delega todas sus decisiones).

Por otra parte, esta cultura de la ostentación insolidaria no ha hecho otra cosa que reforzar a la Argentina completa en sus defectos de larga data. La corrupción, aunque es más ostensible entre los más poderosos, es generada por todos, por eso tampoco hay barreras definidas entre “delito” y “legalidad”. Suele pasar que quien es robado compra robado, quien es chocado, choca, quien invierte también evade, etc. ¿Quién debería entonces ser el primero en marchar preso?

Y otra pregunta: ¿qué policía además es la que concretará el aumento de la sanción? ¿La que administra el delito o lo hace “tributar” vía coima?

Dicho esto, considero al mismo tiempo que la postura abolicionista de la pena es tan demagógica como el “mano-durismo”. Barniza de compasión la postura cómoda de quien se resiste a observar que si hay tantos procesados en las calles es más por la desidia y lentitud de un pésimo sistema judicial y de seguridad que por el respeto de los derechos y garantías del procesado. Es cierto, la anomia es generalizada, y se hace necesario un nuevo pacto social. Pero la sanción al delito violento no puede esperar.

Quienes lo niegan se refugian en un tranquilizador pseudo-progresismo que justifica la violencia del miserable bajo la idea de que en última instancia es hija de una violencia mayor: una desigualdad de clases en la que no suele incluirse quien la denuncia, aunque suele beneficiarlo. El argumento es tan necio y clasista como el pataleo por mano dura que se hace frente a tribunales.

Termina por considerar que todos los “pobres son iguales”, y para peor olvida que quien más padece la violencia del crimen es quien vive más cerca del delincuente. Juzga además de zombies a todos los pobres, porque considera que su personalidad individual es el directo efecto de las “contradicciones del sistema”. No le reconoce a quien menos tiene la capacidad de juicio ético y crítico. Hace de la toma de responsabilidad individual, de sancionar lo que está mal (y recompensar lo que está bien) una demanda de “fachos”.

Y haciendo esto auto-cumple su profecía: si bien es cierto que quien más sufre la desigualdad suele tener que redoblar esfuerzos para no caer en el rencor, flaco favor se le hace al generar políticas sociales que son incapaces de recompensar primero al que más se esfuerza y cumple con la ley. En lugar de hacer de él o ella un modelo para todos, termina transformándolo en un tonto que no gana nada por hacer su aporte al bien común.

Claro que la compasión por el delincuente callejero es necesaria, claramente es el hijo o nieto de la población que “comenzó a sobrar” durante los últimos 40 años, de quien quedó fuera de todo en el contexto de una cultura consumista e individualista que nunca se fue a pesar de lo sostenido durante la última década.

Pero esta compasión se vuelve hipócrita cuando se transforma en abolicionismo, ya que a la vez que acusa de “gorila” a cualquiera que se espante ante el doloroso aumento de robos y homicidios, hace vista ciega ante la inacción política sobre el estado de las cárceles y la corrupción de las fuerzas de seguridad. En el país de los Derechos Humanos, las prisiones siguen siendo verdaderos morideros, ya que cuando no matan al reo, le aniquilan cualquier posibilidad de desarrollo personal. Las mazmorras de los 1500s que describe Castels no asustarían demasiado a un preso argentino.

La postura además es completamente fría y despiadada con quien sufre la violencia en carne propia o en la de sus seres queridos. Debemos urgentemente analizar la sinceridad de nuestra compasión y nuestro concepto de justicia.

(TL)

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