Tomás LüdersAnálisis: Apaguemos

Tomás Lüders24/09/2014
Compartir esta noticia
Share on Facebook
Facebook
Tweet about this on Twitter
Twitter

Ya no lo recordamos, pero hace 12 o 13 años la televisión argentina todavía tenía pudor. Había cosas que no se mostraban, o no se hacían.

Si uno comparaba  la televisión argentina de principios de este siglo con la norteamericana –no incluyo aquí a la ficción– se tenía la percepción de estar observando dos enfoques culturales diferentes: el de la última era totalmente falto de inhibiciones, intentando guiar todas las pulsiones del espectador hacia un goce sin límites de su morbo y su sadismo. El de la “nuestra”, insinuando lo mismo, pero no atreviéndose hacerlo más que a hurtadillas. Prefería jugar con el sarcasmo criticón y  la moralina conservadora o pseudo-progre –con Mario Pergollini y el entonces novel Diego Gvirtz a la cabeza–. Solo mostraba sus aristas más grotescas en las cadenas marginales. Esas que, como Crónica hacían amarillismo y no se molestaban, en disfrazarlo de periodismo blanco para amas de casa.

El morbo existía en la tele criolla, pero resultaba excesivo, fuera de lugar. Sobre todo en la televisión de “la Gente”, o “Casa”, como se empezó a autodenominar desde entonces al canal insignia del Grupo Clarín. Los estudios de la tarde intentaban parecerse a un living de clase media, y Julián Weich nos abría la puerta a nosotros y a un Marley que venía de viajar por el mundo-uno-a-uno sin haberse comido todavía un solo insecto.

La comparación también era resultaba más favorable a las versiones “latino-neutras” de las cadenas de cable estadounidenses como History Channel o Animal Planet. Mientras que en Argentina y el resto de los países que arriba del Río Bravo son considerados marroncito-tropicales todavía se podían disfrutar de ciertos contenidos en los que el rigor documental superaba el efectismo (lo impactante por lo impactante mismo), los originales estadounidenses buscaban asimilar las luchas en el Coliseo o el Circo Máximo romano a una versión algo más sangrienta de su moderno football, o algo más heroicas que su menos nueva pasión por bombardear países periféricos. Hoy las versiones hispanas doblan, y muy mal, exactamente los mismos contenidos.

Pero desde hace ya algunos años a nuestra tele ni le alcanza para parecer hipórcrita. A lo sumo llega a cínica. No disimula que cuando se trata de mencionar a, por ejemplo, Florencia de la V, lo que se busca es hablar del pene de la madre travesti, y ni insinua como excusa que se están tratando las implicancias culturales de la adopción homosexual. O que cuando se hablaba de Ricardo Fort ni se hacía referencia a la difusión de un culto al ego que ya llega a instancias casi psicóticas. Solo se le proponía al espectador fantasear qué habría hecho él o ella con la guita de Fort en lugar de lo que hizo el propio Fort. Y así podemos seguir: ningún tema se contextualiza o es puesto en una mínima perspectiva crítica

¿Es una pérdida de tiempo dedicarle espacio a la revisión de lo que los semiólogos llaman gramáticas mediales (1)? Es claro que los medios no lo harán, o lo harán mal. Juegan todo el tiempo a la crítica, pero utilizan el pseudo-debate para invitarnos al placer sádico apenas disfrazado de juicio moral (y si el lector tiene una mínima lectura de psicoanálisis sabe que con lo prohibido disfruta más quien se reprime y enoja que quien juega al exceso). Nunca analizarán o se cuestionarán las modalidades de su propia producción discursiva.

Así, los personajes de “la tele” –que son todos de ficción aunque jueguen a la realidad cuando dicen hacer periodismo– criticarán mil veces al moto-chorro boquense devenido en juzgador-juzgado, pero no se escuchará una sola  línea en la que se plantee por qué esa persona es llevada a un estudio de televisión para actuar como testigo de sus propias miserias. Acto seguido se cuestionará al sujeto, se pedirá su encarcelamiento, y apenas pasado el momento de la bronca, se tocará sin cortapisas “el tema” Chip del Amor insertado en la nalga de Carmen Barbieri, para luego debatir in extenso si Fabián Doman es un galán maduro, un adolescente tardío o un simple bobo.

Pero aún no respondo a la pregunta que hice hace dos párrafos: definitivamente no es una pérdida de tiempo. Aunque el rating de la televisión abierta siga cayendo de la mano de su creciente repetitividad y la proliferación de pantallitas portátiles, es ella la que todavía  arma la agenda de lo que se considera socialmente relevante. Terminado este 24 de septiembre no habrá un solo argentino que no haya hablado de Melina Romero. Me corrijo, no habrá habido un solo argentino que no haya discutido el “caso Melina”, que no es ni Melina, ni lo que le sucedió a la joven hace un mes, sino un relato de ficción cuyo motor narrativo es el revelar sucios secretos sexuales para el placentero escándalo del caballero y de la dama.

Por ahora a este columnista no se le ocurre alguna solución rápida, no al menos una que no pueda llegar a implicarme acusaciones “censor”. Por lo pronto se me ocurre dejarle a usted señor lector y señora lectora un consejo muy simple pero efectivo: apagar la tele.

(TL)

——-

 

(1)    porque lo que importa es la sintaxis o forma de los contenidos y no su semántica. Retomando el caso discursivo criticado en el texto: el gladiador romano equivale a un moderno guerrero del US. Army: fuerte, despiadado y capaz de destruir a cualquiera que se le enfrente; todo para la gloria de su Nación.

 

 

https://www.venado24.com.ar/archivos24/uploads/2019/07/ESTEVEZ-BANNER-WEB-OKEY.gif