Tomás LüdersAnálisis: Las campañas de los políticos… sin política

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Por Tomás Lüders

Durante la campaña electoral que ya se acaba, los dos actos proselitistas más relevantes de nuestra ciudad fueron un recital de Los Palmeras y una Clínica de fútbol. Mientras tanto, autos con parlantes a todo volumen recorrieron la ciudad al ritmo estridente de cumbias, rock y reggeaton. Se animó con música y pésimas rimas el nombre de los candidatos y el pedido del voto. Mientras tanto en los buzones quedaron apilados cientos de kilos de volantes que tratan de condensar en poquísimas líneas algo parecido a una plataforma, que igual nadie lee.

Como tantas otras veces, el grueso de la campaña quedó condensado en cientos de malas (y muuy insistentes) publicidades para un electorado mayoritariamente desinteresado y apático ante el producto que se le ofrece.

En este breve ensayo, tratamos de dar algunas pistas interpretativas de por qué el grueso de la publicidad política es… cada vez menos política. Eso sí, no se crea que toda la culpa es de los candidatos.

El paradigma indiciario
Varios especialistas en ciencias sociales vienen abordando las transformaciones de la comunicación política contemporánea y la consecuente mutación del liderazgo político. La subordinación que hacemos del liderazgo a la comunicación no es casual, tiene que ver con que en política, para sostener determinado liderazgo, es esencial conseguir el apoyo de la opinión pública, por lo que sin comunicación entre líder y público, no hay liderazgo. Comunicar claro, es mucho más que informar. Comunicar es, en primer lugar, entrar en contacto, generar una identidad común, para luego sí informar, argumentar, ordenar, etc.

Desde dos perspectivas diferentes, el teórico francés Régis Debray y el semiólogo argentino Eliseo Verón (sin dudas dos de los más reconocidos especialistas en comunicación social) han señalado que el discurso político contemporáneo tiene más que ver hoy con el manejo de la estética corporal -mirada, gestos, postura, y también la voz-, con la capacidad comunicante del cuerpo y de las emociones que despierta su imagen, que con la apelación a un discurso argumentativo y programático. Si antes la política se expresaba casi exclusivamente a través de la palabra, coinciden ambos autores, ahora tiene más que ver con lo sígnico-indiciario (es decir aquello que indica, que señala sin explicar). Hoy en la comunicación política es más relevante lo que despierta la mirada, los gestos de la boca, a qué cosa o sensación concreta nos remite una expresión (por eso indiciario) que el contenido de aquello que se dice. O en todo caso, se le da más importancia a la forma de lo dicho (la entonación, la modulación, el tono de la voz) que la solidez argumentativa de lo dicho. Se busca que un líder comunique calidez en la voz, confianza a través de la mirada, felicidad a través de la sonrisa, y no que despliegue un estructurado programa de gobierno. Lo importante es que “suene” confiable y no tanto que “demuestre” ser confiable.

Así, un "neo-político" como Francisco de Narváez ganó una elección mirándonos a los ojos, diciéndonos que era un “tipo común”, que era padre, que era trabajador, y que le preocupaba lo que nos preocupaba a nosotros. Se comunicó indiciariamente con nosotros, se mostró rodeado de lo que nos rodea, nos lo hizo sentir y revivir en cada corto publicitario. Nos mostró que su vida no era lejano parlamento o el extraño comité, sino que vivía lo que nosotros sentíamos. Habló entonces de sus hijos y nuestros hijos de los problemas que los afectan. Pero jamás dijo que proponía hacer para resolver esos problemas. Por eso su slogan era: “yo soy como vos”, y no “yo te propongo esto a vos”. Simplonamente, desde la vereda opuesta, se lo acusó a De Narváez de ser “de derecha”, pero lo cierto es que jamás desarrolló una sola idea ligada al ideario político conservador o neoliberal.

Lo indiciario, los sentimientos y los argumentos
Quienes hacen psicología de la infancia estudian que la primera comunicación humana es indiciaria, porque tiene que ver con “sentir lo presente” (lo que se puede tocar o señalar) antes de que el infante esté intelectualmente capacitado para poder representar imaginaria y lingüísticamente lo ausente. Podría decirse que lo indiciario es la base emotiva sobre la que luego se desarrolla el resto de la comunicación humana. La complejidad de los procesos sociales es lo que nos lleva sostener procesos intelectuales más abstractos y complejos. A eso responden fenómenos históricos tan trascendentales como, por ejemplo, la invención de la escritura o la creación de la institución escolar, entre otras cosas.

Lo indiciario comunica por puro sentir inmediato, mientras que la palabra tiende a la abstracción.

Pero Debray, Verón y otros estudiosos del discurso político, no se trata del hecho de que la política “pre-indiciaria” haya estado antes exenta de apelación a lo emocional. Cuando predominaba lo discursivo-lingüístico sobre lo discursivo-indicial también se decían cosas que despertaban pasiones: basta repasar hoy el Contrato Social de Rousseau o el Manifiesto Comunista de Karl Marx. La palabra en todo caso abstrae, para luego volver al sentir.

El manejo de las pasiones y los argumentos han ido siempre de la mano. Aunque hayan existido liderazgos en los que la solidez de los argumentos predominaba por sobre lo ligado a la estética del cuerpo, lo cierto es que la creencia en un discurso demandó desde siempre la filiación afectiva con quien lo enuncia o con aquello que se propone. Sólo la herencia iluminista (hoy todavía sostenida por teóricos como Habermas) nos lleva a creer que la convicción racional no tiene nada que ver con las pasiones y valoraciones.

En definitiva, un ideario o un programa político para persuadir, debe ligarse en última instancia a sentimientos y valores, ya que en política se trata de entender y hacer en base a lo que se cree que debe-ser, y no sólo diagnosticar lo que es (algo que, en principio, sólo sería propio de un discurso de la ciencia –si es que omitimos las derivaciones técnicas de ésta-). Y es que en política se trata de diagnosticar para transformar, pero los caminos sobre los que se monta la transformación no están determinados necesariamente por las características de aquello sobre lo que se hizo el diagnóstico. Una misma demanda (supongamos demanda de trabajo) puede ser constatada de similar manera por un político liberal y otro, digamos, socialista. Pero ambos propondrán alternativas muy diferentes para enfrentar el problema.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando el discurso político se reduce únicamente a comunicar afectos exentos de propuestas?

Las mediatización de lo social
Una cuestión es decir que la argumentación y construcción de ideas debe contagiar pasión, “tocar alguna fibra sensible” (porque trata de algo que nos importa), y otra es lo que viene sucediendo hoy con la eliminación de la comunicación política del abordaje de los problemas complejos de la sociedad y la sustitución de los mismos por aquello que divierte, entretiene y no aburre, pero que nada tiene que ver las cuestiones que deben abordarse. A modo de ilustración, una cosa es musicalizar un acto político con alguna canción que nos remite a una misma militancia compartida (el “Ángel de la Bicicleta” de Gieco, “Sobreviviendo” de Heredia, la marcha peronista de Hugo del Carril..), apasionarse cuando se habla de la pobreza, la educación y el desempleo, y otra muy diferente es que un acto de campaña se reduzca a un recital de un grupo de música popular o una clínica de fútbol, en los que en ningún momento se hace mención a los temas y problemas sociales y a los programas de acción desde lo que se los enfrentará. Lo primero es la política apelando a la sensibilidad, lo segundo es la eliminación de la política por lo entretenido.

Como reconocen Verón y Debray, lo cierto es que si hoy predomina lo estético-corporal y lo sensible por sobre lo discursivo-argumentativo es porque la política está viendo sometidas sus reglas de aparición (y acción) a las imposiciones de la única gran arena “pública”: la de los medios de masas, cuya lógica hegemónica es la de la imagen y el contacto visual. Por eso no se trata de salir a denostar políticos por el poco tiempo que le dedican a explicar sus propuestas y el mucho que parecen dedicarle a tomarse fotos, saludar a la gente, aparecer ante todas las cámaras posibles y rodearse de famosos. Se trata de ver cómo acomodar lo que se quiere decir sin diluirlo o vaciarlo en la pura forma.

La lógica mediática es tan hegemónica, que debe hablarse de mediatización de todo lo social, más allá del tiempo individual que se le dedica al consumo de un medio puntual. La estética y la lógica de la televisión e internet hoy se extienden al resto de las prácticas culturales masivas que se producen fuera de sus estudios e interfaces. Ya no hay esferas íntimas, privadas y públicas, sino una unificación de todas las prácticas humanas bajo la lógica de la exhibición-espectacularización. Baste ver cómo se usa Facebook para hacer una abierta publicación de lo íntimo, algo que en la era pre-redes sociales quedaba reservado a “elegidos” participantes de los llamados realities.

En la comunicación de la sociedad mediatizada predomina la lógica del minuto a minuto, del impacto rápido, del entretener para evitar el záping por sobre la ardua lógica de las explicaciones y argumentaciones. Ya no se argumenta una opinión, sino que se la tiwittea en 140 caracteres. Todo debe decirse rápido y entretenido. Pesa más el mostrar que el decir. El hacer sentir que el explicar.

Se repiten además, por miedo aburrir o a que no se entienda, aquellas fórmulas ya probadas que se sabe o se cree que funcionan porque son fáciles de digerir por sobre innovar o probar algo más complejo. A la larga sin embargo, lo que se arma sólo para impactar en un minuto, el día de mañana ya no tendrá nada para decir, y por eso será olvidado. Por eso los escándalos mediáticos acaparan exitosamente la atención de todos durante un momento, pero se descartan al más absoluto de los olvidos al día siguiente. Apuntar al impacto instantáneo sustituyendo aquello que requiere de mayor atención para disfrutarse es apostar al éxito inmediato, pero a la intrascendencia en el mediano plazo. Por eso Ricardo Fort nos cautivó por meses, pero a menos de un año de ser el individuo más codiciado por todos los medios, hoy ya no le importa a nadie. Por eso Gran Cuñado de Tinelli fue furor durante los primeros meses de 2009, y tuvo que descartarse antes de que terminara el año. Así, mientras que el humor irónico y creativo de Tato Bores se extinguió solo con su muerte, Martín Bossi (¿se acuerdan de Bossi?) hoy se ve obligado a vender sus antes impactantes personajes en los café concert.

Por eso quizá, De Narváez supo aprovechar el mal momento del kirchnerismo, pero pasado el tiempo, hoy no puede darles a quienes lo votaron una nueva razón para seguir haciéndolo.

Las campañas hoy
Así planteadas las cosas, los dirigentes políticos están convencidos de que nadie tiene tiempo, ni quiere tenerlo, para escuchar propuestas, y mucho menos para militar. Lo poco que se dice se dice mediante un slogan, un jingle, un twitteo o un posteo en facebook. En una oración muy escueta, debe sintetizarse toda una opción. Una melodía, un isologotipo debe diferenciarme rápidamente de lo que se supone que pretende el adversario.

Todo debe decirse rápido, todo debe impactar, todo debe poder mostrarse más que contarse y explicarse. La opinión y la apelación a lo emocional no se complementan con la idea argumentada, sino que la desplazan.

Lo cierto es que muchas veces los dirigentes y teóricos políticos militantes desconocen el mundo del entretenimiento mediático, y transfieren el ejercicio de la comunicación a profesionales que a menudo, desconocen de política. Es allí cuando aparecen los sloganes, jingles o las propuestas que no dicen absolutamente nada de nada ligado a la política y los problemas de los que ésta debe hacerse cargo.

A veces los publicistas dan en el clavo, y termina reinventando la imagen del político con algo que nada tiene que ver con los atributos “reales” de ese dirigente (el caso más claro fue lo que hizo el publicista  Ramiro Agulla con De la Rúa). Pero muchas otras veces, simplemente suena un tema pegadizo, o se convoca a escuchar una banda, confiados en que lo pegadizo de un hit musical será transferido al voto.

Se cree entonces que, sin importar quién sea el candidato, el votante simplemente entrará tarareando al cuarto oscuro el nombre del político cuyo apellido rima con la melodía utilizada y, casi como un autómata sometido al imperio de lo subliminal, elegirá marcar dicho apellido y no el del adversario con menos ritmo.

La fórmula del éxito no es entonces darse a conocer como opción política, sino pegarse a quién sabe qué mecanismo inconsciente de un elector modelo que, básicamente, lo ignoraría todo.

Los políticos parten, correctamente, del supuesto de que a la mayoría de la gente no le interesa lo que ellos tengan para decirle, sino que mayoritariamente prefieren escuchar los ritmos de moda, ver a Tinelli algunos y a Dr. House otros, antes que escucharlos y verlos a ellos. Y no se equivocan, pero ingenuamente creen que ofreciendo algo parecido “a eso” que a la gente le gusta, quizá capten su atención. Lo que termina sucediendo es que imitan mal la lógica del entretenimiento, porque no conocen cómo hacerlo, y no tienen la gracia de un actor cómico o un músico. Entre elegir a un político que se hace al gracioso, y un verdadero humorista, es preferible lo segundo. Ante una buena cumbia y una melodía de campaña que copia una cumbia, es preferible lo primero.

De esta manera, desde el populismo más empobrecedor y despectivo, los ideólogos de las campañas proselitistas señalan que hay que “darle a la gente lo que la gente quiere”, y se apuesta entonces al mínimo común denominador, a lo más simple y fácil de digerir, sin atreverse desafiar y a motivar a través de la verdadera creatividad. Como señaló Beatriz Sarlo recientemente, nadie pretende que los políticos se conviertan en docentes de una cátedra política, pero frente a una cultura hegemonizada por el entretenimiento sin ideas (a lo indiciario sin lo argumentativo), que apuesta el mínimo común denominador intelectual y el saber estético más chabacano, los políticos deben encarar la ardua y nada fácil tarea de volverse traductores de cuestiones públicas. Pues si no abordan lo público, ¿para qué existen? Si van a copiar mal lo que hace Tinelli, dejemos más vale que Tinelli haga lo suyo, que sabrá hacerlo mejor que ellos.

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