Tomás LüdersAnálisis: El gobierno contra Moyano

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Por Tomás Lüders
El gobierno de Cristina Kirchner es el único que puede acabar con el monopolio sindical de la CGT. El factor de su eventual “victoria” no estaría determinado en este caso, como sucedió en los 90s, por el contexto económico y la debilidad “estructural” de la Central sindical y los gremios que hoy la monopolizan: los sindicatos poderosos de hoy no son los derrotados de ayer, sino los que emergieron como ganadores de las reformas menemistas.

El poder de Camioneros, para poner un ejemplo, emerge de la desaparición del poder de La Fraternidad Ferroviaria, dado el desguace del sistema estatal de trenes.

El gran flanco débil del gremio camionero y los que se le asocian no estaría determinado por los efectos de una brutal reforma económica. El moyanismo tiene más afiliados y recursos monetarios que nunca, y sin embargo, después de varios años de dominancia sin contendientes, su liderazgo ya no es incomobible: las permanentes necesidades de demostrar su fuerza son un indicador de que su posición de poder está siendo cuestionada. Cuando decimos “demostrar su fuerza” estamos citándolo tanto a Moyano y como a sus principales referentes, ya que el anuncio de cada manifestación se hace explícitamente con ese fin, casi sin ningún tipo de ropaje ideológico. Sea por sus carencias en el manejo de los recursos retóricos o simplemente por arrogancia (o por qué no por un poco de ambas cosas) los líderes cegetistas son burdamente explícitos a la hora de fundamentar las razones por las que organizan sus marchas. "Nuestra fuerza tiene que pasar a ser un instrumento de poder", dijo sin vueltas el líder camionero durante su último acto, reforzando así todos los temores de una mayoría social entre la que tiene una pésima imagen.

Cristina Fernández de Kirchner en cambio, por su posición de excepcionalidad, posee herramientas políticas, simbólicas y morales suficientes para ganar la batalla, y tiene, sobretodo, la fortaleza de ser percibida, a pesar de los conflictos del pasado, como la garante de la estabilidad económica actual.

Cuando decimos herramientas simbólicas y morales no estamos hablando simplemente de alguien que puede vencer a otro por su propia “fuerza moral”, las cosas son más complejas, y por eso merecen ser explicadas.

Por empezar, la actual líder del ejecutivo nacional cuenta con un alto grado de aprobación popular, y los gremios no. Más allá de las discusiones sobre qué tipo de vínculo genera entre los ciudadanos (es constatable que entre varios sectores progresistas de clase media hay verdadera convicción) lo cierto es que el mayoritario electorado “no ideológico” la asocia al buen momento económico del país (crea o no en sus, por lo menos, exagerados autoelogios), y en cambio atribuye a la CGT los peores vicios de las dirigencias nacionales, además de percibir a los gremios cegetistas como factor socialmente desestabilizante. Se crea o no en los valores morales y políticos de la presidenta, la realidad es que ante un eventual choque emergería frente la ciudadanía, por contraste, como muy preferible sobre el adversario. Fernández de Kirchner además sabe capitalizar como pocos la táctica discursiva de construir antagonismos.

En consecuencia, cualquier movimiento de fuerza bruta de la materialmente poderosa pero simbólicamente deslegitimada CGT hacia el Gobierno generaría un enorme rechazo en la opinión pública actual. Ante un bloqueo de rutas moyanista, no sería del todo extraño que Cristina pueda incluso recurrir a la represión sin los cuidados que se tienen ante manifestaciones de protesta de otro tipo, eso si es que las cosas llegaran hasta un punto en que los moyanistas se vean obligados a jugar al todo o nada. Lo cierto es que en el toma y daca que viene sosteniendo esta "alianza estratégica" el Gobierno siente que se le está pidiendo demasiado, y sobre todo, que el dar mucho ahora no garantizará "lealtad" frente al complejo escenario de 2015, más bien todo lo contrario: el kirchnerismo siente que ceder hoy es seguir dándole poder a un sector capaz de trazarle varios límites en futuros momentos decisivos.

Una batalla contra la CGT no podría ser ganada por un presidente de signo político ajeno al justicialismo. Con facilidad sería acusado de usar la fuerza contra los gremios por ser antiperonista y anti-popular (conceptos que increíblemente, aún después del menemismo, los líderes justicialistas siguen pudiendo volver equivalentes en sus discursos). Es cierto que los brutales paros contra Alfonsín se produjeron en el abrupto declinar de su poder, pero también es un hecho que Alfonsín no pudo reformar la actual ley sindical en su momento de mayor legitimidad, allá por el 84.

Ante un abierto enfrentamiento con la CGT de Moyano, ¿cómo harían además los líderes sindicales asociados al camionero para decir que el gobierno que los enfrenta no es más “nacional y popular”? Moyano y los suyos no podrán decir que Cristina Kirchner y su gobierno son antipopulares, después de que una y otra vez dijeron lo contrario, aún en los contextos de mayor conflictividad. Néstor y Cristina Kirchner en cambio, si bien han defendido a la actual representación gremial en público, jamás tuvieron la necesidad discursiva de devolver los grandilocuentes elogios del sindicalismo: la lógica de ser parte de un movimiento vertical. Por eso incluso en el último acto que realizó para autoponderarse, Moyano se vio forzado a seguir sosteniendo, a pesar de los reproches implícitos, que Néstor y Cristina son la quintaesencia del pueblo. En cambio la mandataria manifestó su apoyo en una carta con sabor a poco para el líder convocante, y en la que además ponía en explícita evidencia su deliberada ausencia.

De ahí que, ante un eventual choque, la mandataria podrá decir que la “verdadera representación” de los trabajadores no es la que ejerce Moyano, sino que “siempre estuvo” en los gremios de la CTA que le son afines y, más soterradamente, en los sectores de la CGT que se resisten al liderazgo camionero.

Ante una batalla a todo o nada, la presidenta, tendrá costos, pero tendrá también las herramientas legales (está pendiente la ejecución del el fallo de la Corte Suprema contra el unicato gremial) y, sobre todo, el consenso para enfrentarse a la CGT.

La limitante esencial para la presidenta tiene que ver con los factores electorales. Cualquier movimiento que haga debe emprenderlo en lo inmediato, porque después de su futura y única reelección, la posibilidad de ungir al heredero del “modelo nacional y popular” en forma inconsulta se verá contestada. Más allá de que dicen ser capaces de “dar la vida por Cristina y el modelo”, lo cierto es que para la enorme mayoría de los dirigentes justicialistas, el “modelo nacional y popular” es sólo el contingente nombre a partir del que se legitima públicamente un liderazgo cuya fuerza radica, al menos para ellos, en otro lado: en la capacidad de éxito de quien articula un movimiento que sólo funciona en forma vertical, y no necesita sostenerse en su superioridad moral. Para ellos, los principios declarados son sólo el maquillaje del momento. Por eso hoy apoyan al “modelo” nacional y popular, como antes apoyaron al “modelo” de las privatizaciones y la convertibilidad. La duración de sus principios caduca con la finalización de los triunfos del líder que los enuncia. Cualquiera que crea lo contrario no entiende la razón por la que el justicialismo sigue siendo la única fuerza política capaz de sostenerse en el poder. De ahí a que en el horizonte de los futuros reemplazos para encabezar el modelo después de 2015 aparezca en primer lugar una figura como la de Scioli, o que incluso en su momento los propios Kirchner y muchos de sus cuadros legislativos y ministeriales hayan apoyado, hasta el declive definitivo de sus éxitos, al hoy denostado modelo de los 90s.

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